lunes, 24 de febrero de 2014

La Inmortal


Cuando entré y vi que estaba muerta no grité. Salí cerrando la puerta. Afuera todos aguardaban expectantes: llevaba ya un tiempo enferma y en los últimos días había empeorado.

-Su Majestad aún se encuentra enferma y no quiere visitas.

Superé solemne el escrutinio de sus miradas. Nadie sabía qué podía ocurrir si Su Majestad llegara a morir. Los rostros de los presentes reflejaban como espejos ese temor. Por eso nadie podría haber imaginado que Su Majestad ya estaba muerta. El miedo provocaba en ellos una seguridad total sobre una mentira.

Superado el examen, me alejé del grupo de cuchicheos cabizbajos. Suspiré. A través de la ventana se podían escuchar a los mejores cantores y a los mejores poetas recitando sus mejores odas, y también se podían ver los mejores retratos de Su Majestad por la mano de los mejores pintores. Todos la amaban tanto y temían tanto su muerte que no podían imaginar que ésta ya había llegado.

Pasaron uno y dos y tres días.

-Su Majestad aún se encuentra enferma y no quiere visitas.

Pero al tercer día el cuerpo había apestado hasta las náuseas la habitación entera y pronto el olor se extendería hacia fuera. Así que entré de noche a los aposentos de Su Majestad "por si requería de mis cuidados". Yo, su hombre. El único en quien había confiado todo.

Con lágrimas en los ojos, desfiguré su rostro con mis propias manos y un cuchillo. Le quité la ropa y no pude evitar vomitar entre sollozos al ver su cuerpo viejo y podrido, su cuerpo muerto.

-¿Necesita ayuda? -los guardias llamaron a la puerta.

-Su Majestad... enferma... se encuentra mal... no, gracias.

La vestí con ropas vulgares y, después de asegurarme de que no había nadie cerca, tiré su cuerpo por la ventana. Me lavé las manos y salí cerrando la puerta.

-Su Majestad aún se encuentra enferma y no quiere visitas.

Salí del palacio y, en un rincón escondido, enterré el cuerpo sin dejar señal.

Siguieron pasando los días y yo continuaba mi actuación. Entraba y me quedaba parado, observando la cama vacía, la cama adornada con esa costra de su sangre seca. La primera semana lloré. Después hablaba en voz alta con su espíritu, allá donde estuviera, y salía cerrando la puerta.

-Su Majestad aún se encuentra enferma y no quiere visitas.

Y superaba el escrutinio de las miradas atemorizadas y encarnizadamente aferradas a la esperanza. Los mejores cantores, poetas y pintores aún seguían afuera de la ventana.

A las tres semanas se emitió un comunicado oficial: "Ante la prolongada enfermedad de Su Majestad y su manifestado deseo de no ser visitada, nos, su Consejo de Gobierno, no debemos sino autoproclamamos regentes con carácter provisional. De ahora en adelante, toda orden acordada por este Consejo deberá ser acatada tal como si saliera de la boca de Su Majestad."

Y así la vida continuó su curso con normalidad. Pronto los mejores cantores, poetas y pintores se marcharon, así como los cabizbajos presentes a la puerta de Su Majestad a la hora en que yo efectuaba mi actuación. Simplemente se acostumbraron a su ausencia, como los niños se acostumbran al color verde de la hierba. Ya no hacían preguntas porque cada día que pasaba la respuesta era más obvia. Y su temor les hacía aferrarse aún con más seguridad a esa lejana esperanzadora mentira.

Yo también seguí ejecutando mi actuación aunque ya nadie me preguntara, aunque ya estuviera allí para verme y oírme.

-Su Majestad aún se encuentra enferma y no quiere visitas -repetía cada día ante los guardias mudos que quizá ya se habían acostumbrado a no escuchar, como los niños se acostumbran a no escuchar el ruido del silencio.

Su Majestad una vez me había dicho que el hombre es un actor que viene al mundo a representar un papel. Un papel que él escoge. No importa el papel, pero es vital que lo represente a la perfección, o al menos como mejor sepa. Ninguna obra de teatro es completa si cada uno de sus actores no representa su papel como mejor sabe.

Así que yo actuaba día tras día. Representaba este papel para ti, Elisa, en mi último acto de amor. Este papel que no sabía si me había sido asignado, porque al menos yo no recordaba haberlo escogido. O quizá es que ya me había acostumbrado.

Seguí ejecutando mi actuación a la perfección, o al menos como mejor sabía, hasta los ochenta y dos años. Y entonces yo también morí.

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