viernes, 28 de febrero de 2014

La Inmortal II

(Se recomienda leer antes "La Inmortal", publicación justo anterior en el blog)

El joven

En la escuela me han enseñado que vivimos en el año cuatrocientos cincuenta y tres después de la enfermedad de Su Majestad Elisa la Inmortal. Me han enseñado también a rezar cada noche antes de irme a la cama por esta señora que supuestamente vive enferma, aislada en una habitación en la que nadie ha vuelto a entrar porque hace unos cuatrocientos años dijo por última vez que no quería visitas.

-Hemos de recordar en este día de luto que hace cuatrocientos cincuenta y tres años Su Majestad Elisa la Inmortal cayó en una trágica enfermedad de la que aún no se ha restablecido. Juntemos nuestras manos para transmitirle nuestros mejores deseos. Sólo a través del deseo verdadero de cada uno de nosotros puede recuperarse. Juntemos nuestras manos...

-Lucas...

-Lucas, dame la mano.

-¡Lucas!

-¿En serio no os dais cuenta de que una persona no puede vivir tantos putos años? La Inmortal, la Inmortal... y una mierda. ¿Para qué ha progresado el ser humano? ¿Para qué sigamos creyendo en milagros como estúpidos? Lo único que la mantiene viva es vuestra estupidez. Vuestra estupidez y vuestro miedo. Sí, vuestro miedo. Vuestro miedo a aceptar la realidad, a aceptar que la puta Elisa está muerta...

-¡LUCAS!

-...que está muerta, que está muerta como morimos todos. Vuestro miedo. Vuestro miedo os agarrota en torno a lo que creéis que es una esperanza. Pero os lo diré: ¡no es una esperanza! ¡Elisa está muerta! ¡MUERTA!

Mi padre me golpeó y perdí el conocimiento al impactar mi cabeza contra el suelo.


El joven madura

Desperté al día siguiente en el hospital. Todo daba vueltas y había un hombre con una gran baqueta percutiendo mi cerebro a cada pulsación. Mis padres se alegraron mucho al ver que despertaba y me abrazaron al tiempo, entre lágrimas.

Desde aquel día no volví a decir que la puta Elisa la Inmortal estaba muerta. No es que mi padre me largara ningún discurso. Simplemente me miró fijamente al poco de haber despertado, yo le devolví la mirada serio y en mis ojos leyó que ya me había convencido.

Desde entonces han pasado muchas tardes de ésas en que la lluvia repiquetea en la ventana y sientes nostalgia de la juventud. Después de todas esas tardes lluviosas, he logrado discernir dos razones por las que me he convencido de que Su Majestad Elisa la Inmortal no está muerta.

La primera es ese miedo primigenio que tenemos a la muerte, ese miedo que provoca que palabras como "no" salgan de nuestra boca, que no tomemos riesgos, que vivamos una vida sana, tranquila e inútil. Pero ya sea nuestro río de Manrique largo o corto, todos acabamos llegando a la desembocadura. Entonces es confortable pensar que podemos ser inmortales como Su Majestad Elisa la Inmortal.

Para la segunda y más poderosa razón, antes he de explicar que Su Majestad Elisa fue quien trajo de nuevo esperanza a este mundo, quien llenó de alegría todos los corazones, quien volvió a dar sentido a todos los actos. Su nombre en este mundo es más que el nombre de una persona, es el nombre de una idea, es el nombre de la esperanza. Pensar que ha muerto significaría pensar que ha muerto una idea. ¿Y puede morir una idea? ¿Puede morir la esperanza? Sería terrible, un hombre sin esperanza se encontraría en un estado inferior a la muerte.

Como veis hace ya muchas tardes lluviosas que creo que Su Majestad la Inmortal sigue viva. Sé que está muerta y estoy convencido de que el resto de personas de este mundo que, como yo, creen que sigue viva, en el fondo también saben que está muerta. Pero cerramos los ojos para seguir viviendo.


Un fin y un principio

La vejez había ido carcomiendo poco a poco mis huesos jóvenes y sanos (desde que quedé sordo he perdido la cuenta de las tardes donde la lluvia repiquetea en la ventana y sientes nostalgia de la juventud). Llevaba ya varias semanas en el hospital y resultó que hoy no podía moverme. Me metieron en una habitación muy pequeña, pero cómoda; las paredes estaban forradas. Me tumbé en la habitación y todo se movía un poco, supongo que por la enfermedad. Al final, cansado, les dije que cerraran la puerta, que aún estaba enfermo y no quería visitas. Antes de abrir los ojos, aún pude escuchar, recitado por algún famoso poeta, ese discurso que escribí para que leyeran cuando yo ya no estuviera aquí:

-Toda mi vida he creído en una mentira y lo he hecho con pleno conocimiento, cerrando los ojos para vivir. Es por eso que os pido que no hagáis como yo, que no temáis, que abráis los ojos. Su Majestad Elisa la Inmortal murió hace cientos de años. Las ideas mueren, como las personas. Por favor, no hagáis como yo, no creáis en mentiras. ¡Existen esperanzas! Esperanzas de verdad. Yo no las he visto, pero las hay... debe haberlas. ¡Buscad! Es tan triste morir sabiendo haber desperdiciado tu única vida creyendo en una mentira. ¡Buscad! Quizá algunos la encontréis en el amor, otros en la amistad o en la familia, quizá en el arte o en la ciencia. Quizá nunca la encontréis. ¡Pero buscad! Sólo la búsqueda habrá valido la pena porque habréis creído en la esperanza de encontrar una esperanza, que no es sino una esperanza de verdad. Porque existen esperanzas... ¡deben existir! ¡Buscad! Da igual cuál sea vuestra edad, siempre hay tiempo para empezar a buscar una esperanza verdadera, para vivir con los ojos abiertos unos días, unos meses o unos años de vida verdadera. Decía un poeta que sólo aquel que ha sentido una vez en sus manos temblar la esperanza no podrá morir nunca. *


*La cita es del poeta cántabro José Hierro en "El muerto": "Sólo aquel que ha sentido una vez en sus manos temblar la alegría / no podrá morir nunca."

lunes, 24 de febrero de 2014

La Inmortal


Cuando entré y vi que estaba muerta no grité. Salí cerrando la puerta. Afuera todos aguardaban expectantes: llevaba ya un tiempo enferma y en los últimos días había empeorado.

-Su Majestad aún se encuentra enferma y no quiere visitas.

Superé solemne el escrutinio de sus miradas. Nadie sabía qué podía ocurrir si Su Majestad llegara a morir. Los rostros de los presentes reflejaban como espejos ese temor. Por eso nadie podría haber imaginado que Su Majestad ya estaba muerta. El miedo provocaba en ellos una seguridad total sobre una mentira.

Superado el examen, me alejé del grupo de cuchicheos cabizbajos. Suspiré. A través de la ventana se podían escuchar a los mejores cantores y a los mejores poetas recitando sus mejores odas, y también se podían ver los mejores retratos de Su Majestad por la mano de los mejores pintores. Todos la amaban tanto y temían tanto su muerte que no podían imaginar que ésta ya había llegado.

Pasaron uno y dos y tres días.

-Su Majestad aún se encuentra enferma y no quiere visitas.

Pero al tercer día el cuerpo había apestado hasta las náuseas la habitación entera y pronto el olor se extendería hacia fuera. Así que entré de noche a los aposentos de Su Majestad "por si requería de mis cuidados". Yo, su hombre. El único en quien había confiado todo.

Con lágrimas en los ojos, desfiguré su rostro con mis propias manos y un cuchillo. Le quité la ropa y no pude evitar vomitar entre sollozos al ver su cuerpo viejo y podrido, su cuerpo muerto.

-¿Necesita ayuda? -los guardias llamaron a la puerta.

-Su Majestad... enferma... se encuentra mal... no, gracias.

La vestí con ropas vulgares y, después de asegurarme de que no había nadie cerca, tiré su cuerpo por la ventana. Me lavé las manos y salí cerrando la puerta.

-Su Majestad aún se encuentra enferma y no quiere visitas.

Salí del palacio y, en un rincón escondido, enterré el cuerpo sin dejar señal.

Siguieron pasando los días y yo continuaba mi actuación. Entraba y me quedaba parado, observando la cama vacía, la cama adornada con esa costra de su sangre seca. La primera semana lloré. Después hablaba en voz alta con su espíritu, allá donde estuviera, y salía cerrando la puerta.

-Su Majestad aún se encuentra enferma y no quiere visitas.

Y superaba el escrutinio de las miradas atemorizadas y encarnizadamente aferradas a la esperanza. Los mejores cantores, poetas y pintores aún seguían afuera de la ventana.

A las tres semanas se emitió un comunicado oficial: "Ante la prolongada enfermedad de Su Majestad y su manifestado deseo de no ser visitada, nos, su Consejo de Gobierno, no debemos sino autoproclamamos regentes con carácter provisional. De ahora en adelante, toda orden acordada por este Consejo deberá ser acatada tal como si saliera de la boca de Su Majestad."

Y así la vida continuó su curso con normalidad. Pronto los mejores cantores, poetas y pintores se marcharon, así como los cabizbajos presentes a la puerta de Su Majestad a la hora en que yo efectuaba mi actuación. Simplemente se acostumbraron a su ausencia, como los niños se acostumbran al color verde de la hierba. Ya no hacían preguntas porque cada día que pasaba la respuesta era más obvia. Y su temor les hacía aferrarse aún con más seguridad a esa lejana esperanzadora mentira.

Yo también seguí ejecutando mi actuación aunque ya nadie me preguntara, aunque ya estuviera allí para verme y oírme.

-Su Majestad aún se encuentra enferma y no quiere visitas -repetía cada día ante los guardias mudos que quizá ya se habían acostumbrado a no escuchar, como los niños se acostumbran a no escuchar el ruido del silencio.

Su Majestad una vez me había dicho que el hombre es un actor que viene al mundo a representar un papel. Un papel que él escoge. No importa el papel, pero es vital que lo represente a la perfección, o al menos como mejor sepa. Ninguna obra de teatro es completa si cada uno de sus actores no representa su papel como mejor sabe.

Así que yo actuaba día tras día. Representaba este papel para ti, Elisa, en mi último acto de amor. Este papel que no sabía si me había sido asignado, porque al menos yo no recordaba haberlo escogido. O quizá es que ya me había acostumbrado.

Seguí ejecutando mi actuación a la perfección, o al menos como mejor sabía, hasta los ochenta y dos años. Y entonces yo también morí.

miércoles, 19 de febrero de 2014

Como un tren que se aleja

Has venido a hablarme con tus ojos de cristal azul
Te has acercado dibujando una sonrisa con los labios
Y qué voy a decirte yo
Si esos ojos ya no son mi droga
Si esos labios ya no me hacen masticar el olvido

Recuerdas nuestro tiempo?
Cuando los árboles aún sostenían sus hojas
Cuando el viento no gritaba tan fuerte
Y aún no había nieve
Cuando la música de los bares sonaba sólo por nosotros

Recuerdas nuestro tiempo?
Y cómo lo malgastamos
Traduciendo poemas sin fin
Hablando y hablando yo naufragaba en tus ojos
Y casi me corría sólo con el roce del mar
Con el salpicar de las olas que llevabas dentro
Y mientras seguíamos hablando
El mar embravecía y yo me ahogaba en tus ojos
Y seguíamos hablando
Y yo sentía tan lejos tu cuerpo

Pero ahora no vengas a hablarme
Han caído las hojas de los árboles
Se han esparcido en el tiempo
Ha llegado la nieve
Y ya ni siquiera siento tu cuerpo lejos
Ya ni siquiera lo siento

No me vengas con sonrisas
Que me iré con lágrimas
No me vengas con recuerdos
Que ya esa fotografía de los dos juntos
Por última vez
Me persigue en cada bar

Ya pasó nuestro tiempo como una estación
Como la nieve que llega
Como un tren que se aleja
Y sólo tú sabes si nos mintió el destino
Si al final tanta tontería de los poemas iba en serio

Pero a quién le importa ya si no tiene remedio
Déjalo estar
Anda
Así al menos puedo seguir soñando

sábado, 8 de febrero de 2014

Voy a saltar

Dibujo una línea y no sé
Si es una exclamación o una herida
Un horizonte o la comisura de tus labios

Esta noche me acerco a la línea y me digo
Que voy a saltar
Que no me importa si la línea es una meta
O un abismo
Que voy a saltar
Que en el fondo se pueden ver tus ojos azules
Quizá ya demasiado lejos

Levanto la mirada
Alguien ha movido la mesa
Y la cerveza se ha revuelto en el fondo del vaso
Y tus ojos azules se han ido
Quizá ya para siempre