miércoles, 21 de marzo de 2012

Blanco


La historia ha terminado, pensé el primer día que acudí al prostíbulo. La lluvia repiqueteaba en la ventana.

Yo siempre fui un niño particular. En el colegio, sólo algún compañero compasivo que aún no me conocía me hablaba los primeros días de curso. Pronto se cansaba. Era normal, pensaba yo, soy mucho más inteligente que ellos. Me tomaban por rarito. No me comprendían.

Si le contara esto algún psicólogo, me diría que mi infancia fue, sin duda, traumática. Le achacaría muchos de mis males. Pero yo no estoy interesado en psicólogos. De hecho, mi enfermedad empezó mucho antes de todo aquello. De cualquier forma, pasé los primeros años de mi vida solo. Mis esporádicos intentos por evadirme de mi realidad resultaron siempre infructuosos. Aún recuerdo con cierta sorna el día en que intenté practicar deportes como el resto de niños... Ja, ja, ja.

Después de cada fracaso, bordaba en torno a mí un escudo aún más protector y aislante que el anterior. Yo era más inteligente que ellos. Así, fui abandonando aquellos intentos y postrándome en mi soledad contemplativa del mundo como sólo los niños saben hacerlo. Aprendí pronto a desenvolverme con soltura por las calles de mi barrio y no esperé mucho más a dar habituales paseos por ellas. Creo que fue entonces cuando comenzó mi obsesión por los colores.

En mis largos paseos (siempre por las mismas tres o cuatro calles), solía detenerme a pensar sobre los distintos colores de la acera, la hierba, los árboles, los coches o los semáforos. Era sorprendente imaginar cada uno de sus minúsculos detalles y cómo cambiaban de un instante a otro. Los días de sol, las cosas adquirían sus colores más vivos y claros; los días de lluvia, ese regusto salado y metálico de la melancolía. Los días tristes irradiaban oscuridad y crueles miradas y los días monótonos simplemente se esforzaban por permanecer desapercibidos.

Pronto, sin embargo, comencé a extender mi obsesión por los colores más allá de los colores, de lo puramente visual. Leí muchos libros sobre ellos en los que los explicaban detallando sus propiedades físicas. Pero uno no puede imaginarse el amarillo como una onda electromagnética de seiscientos nanómetros. Así pues, continué sin comprenderlos mucho tiempo, hasta que se me ocurrió una idea brillante. Los asociaría con percepciones de otros sentidos o con conceptos abstractos. Al fin y al cabo, era más o menos lo que había hecho siempre, aún sin quererlo. Era inevitable, ¿de qué otra forma hubiera podido imaginarlos?

Así, una pareja de enamorados o una emoción intensa podría describirse sin lugar a dudas con el color rojo. El amarillo irradiaba luz y alegría, felicidad intensa y pura. El rosa era dulce y suave, el naranja intenso, el morado amargo y el marrón monótono. El verde era el color de la naturaleza y la esperanza, mientras que el azul del mar era melancólico y arrastraba a nuestras mentes a soñar. El gris transmitía una honda tristeza, al tiempo que a veces un sentimiento de artificialidad. Por último, el negro era el color de la maldad, del odio. Pero hay un color que jamás he llegado a imaginar: el blanco.


Aquel día, quedé por la tarde con mis amigos para tomar unas cervezas. Quizá os sorprenda, pero sí, había abandonado (al menos hasta cierto grado de educación) la soledad contemplativa en la que me inmiscuí de niño. Me di cuenta de que no era ta difícil simular que no era más inteligente que los demás, dejar la prepotencia a un lado y volver a tener amigos. Seguían tratándome de forma un tanto especial y a menudo se quedaban sin palabras ante mis rarezas. Desde luego, nunca llegaría a encajar del todo en el grupo y jamás tendría aquello que todo el mundo tiene: un amigo en el que confiar, al que contarte todos tus secretos. Prefería guardármelos para mí mismo. Pero al menos tenía un grupo con el que ir a pasar un buen rato y liberar alguna carcajada.

Salí de casa y sentí en mi cara algún rayo de sol que se filtraba entre la capa de nubes que el hombre del tiempo de la 1 había predicho. Vino a mi nariz un olor conocido y querido. El cielo se iría oscureciendo a lo largo de la tarde y acabaría por llover. Pero hasta entonces aún quedaban algunas horas. Comencé a andar calle abajo. Los semáforos estaban resecos y amarillentos, así como los coches. Ellos también agradecerían la lluvia. Al doblar una esquina, escuché los susurros rojos de dos jóvenes, provenientes del banco que tenía un trozo de madera suelto. Ellos no agradecerían la lluvia. Continué caminando mientras los colores se esforzaban por pasar desapercibidos, pues no podía quitarme aquel sentimiento de la cabeza. Jamás había sentido amor.

Llegué al bar y sacudí la cabeza antes de entrar para dejar fuera aquellos turbadores pensamientos. Sin siquiera verlos, encontré a mis amigos por sus voces (o, mejor dicho, gritos). Los reconocí uno a umo por su timbre. El de Manuel era un poco más verde, el de Jorge más apasionado y rojo, pero Lucas siempre había sido el más soñador y en su voz se podía entrever el azul trazando letras y palabras. Me senté en la silla que me habían reservado. Sabían que siempre llegaba tarde, así que no me esperaban fuera del bar, pero me guardaban sitio. Yo tampoco se lo agradecía. Eran cosas del día a día. Y las cosas del día a día nunca se agradecen.

Su conversación me ayudó a dejar de lado a los amantes. Hablamos de nuestra semana, el trabajo, la política (era el tema preferido por Jorge y siempre acababa gritando) y fútbol. Las cosas marrones de las que habla cualquier persona marrón en un bar marrón, tomando cervezas marrones. La única incertidumbre es por qué seguimos siempre todos hablando de las mismas cosas marrones, por qué no nos cansamos y cada vez que abordamos una y otra vez un mismo tema marrón en el que se han producido apenas pequeños cambios, nos enfrascamos en una conversación naranja muy intensa.

Sea como fuere, la tarde fue pasando poco a poco sin que nadie intentara darse cuenta. Creo que fue Manuel quien propuso abortar nuestra reunión porque afuera comenzaba a oscurecer. Quizá fuera sólo el manto de nubes negras que el hombre del tiempo de la 1 había olido cercano a llegar. Poco importaba. Cualquier excusa vale cuando el propósito es querido por todos. Y nadie quería alargar más el momento. Alargarlo hubiera podido significar llegar a aburrirse y romper así ese ligero equilibrio azul en el que se basan todas las relaciones.

Salimos fuera del bar y nos despedimos con un apretón de manos amarillo y una sonrisa amarilla. Prometimos quedar mañana, aunque seguramente tardaríamos unos cuantos días más. Pero había que guardar el ligero equilibrio azul. Yo comencé a caminar hacia casa. A mitad de camino, comenzó a llover como yo había previsto. Se intensificó y tuve que resguardarme en un portal. Todo estaba cobrando ese tinte azul melancólico del que proveía la lluvia y su repiqueteo frágil y constante. Me quedé esperando que amainara y volví a escucharlos. La misma pareja de amantes sentados en el banco que tenía un trozo de madera suelto. Llovía pero ellos no lo notaban. Yo seguía escuchando sus susurros y gemidos de amor de un rojo inimaginable, tintados de azul melancólico.

La lluvia comenzó a resbalar desde mis ojos hasta caer al suelo. Me percaté de que estaba a cubierto y aquello no podía ser lluvia. Antes de que intentara darme cuenta, estaba corriendo. La lluvia se mezclaba con mis lágrimas y gemía, pero eran gemidos grises por la respiración acelerada por la carrera. Acabé llegando ante una puerta con numerosas luces de colores brillantes. Entré. Estaba empapado y seguramente el empleado que atendía me dedicó una mirada de reproche mientras me daba la “bienvenida”.

Era la primera vez que estaba en un prostíbulo y no sabía cómo actuar. Oí a mi derecha música y voces al otro lado de lo que sería una pared y una puerta, pero no era aquello lo que buscaba. Me acerqué al hombre.

-Quería una mujer con la que pasar un buen rato -le dije. No sabía cuáles eran las fórmulas apropiadas para situaciones como ésa-. No tengo reparo en gastar dinero.

-Perfecto, estoy seguro de que cualquiera de mis chicas complacerá excelentemente su deseo, señor -me respondió con una sonrisa gris-, pero si me permitís la sugerencia, os llevaré ante la mejor.

Seguí a aquel hombre gris hasta una habiación gris. Me presentó a Rosa y se fue cerrando la puerta.

-¿Por qué me has elegido a mí? Nadie me quiere. Soy la más fea -fueron sus primeras palabras.

Reí. Rosa, qué paradójico. Posiblemente malinterpretó mi risa. No me importaba que el hombre gris me hubiera engañado. Ya lo esperaba. Tampoco tenía intención de responder a Rosa. No había ido allí a hablar. Aceptó mi silencio con resignación y observó cómo avanzaba torpe pero ansiosamente hacia ella, chocándome con diversos obstáculos. Se sobresaltó. Acababa de comprenderlo todo.

-¡Coño! Eres ciego...

sábado, 17 de marzo de 2012

Culpable

Bajé la persiana dejando a oscuras a la luna.
No podía soportar su mirada juiciosa,
su dedo acusador señalándome:
"¡Culpable".
Ella fue testigo, como todas las noches.

Dejé pasar el tiempo de los besos.
Fui ciego, más de lo que lo somos siempre.
Ahora mis palabras se afanan por salir a borbotones,
sin sentido alguno,
como un barranco descontrolado y salvaje
que llega a tus oídos. Tú escuchas, comprensiva
y sonríes.
Pero ya nada es igual.
Dejé de decir demasiadas cosas,
fui cobarde.
Y el tiempo de los besos ha pasado para siempre.

Sé que ya no tiene arreglo,
pero... ¿pasará algo si juego a intentar lo imposible?
La próxima vez que oiga tu sonrisa
entre la monotonía de los coches y las calles
volaré a tus brazos para entregarte de nuevo
mi locura, mi cuerpo y mis labios.
No me importa que los rechaces.
No me importa que ya estés alejándote,
que mi mano quiera acariciar tu rostro
y encuentre tu silueta vacía,
que ya mi corazón no pueda escuchar tus latidos
a mi espaldas, abrazándome.

Dejé de decir demasiadas cosas,
dejé escapar el tiempo de los besos
y ahora me siento culpable.

Las noches de luna llena

Las noches de luna llena
acostumbro a susurrar a la almohada
palabras bellas y versos.
Y no los escribo ni los guardo
en ningún cajón que los esconda al olvido.
Simplemente los libero al viento,
libres como siempre han sido
y como han de serlo.

Al fin y al cabo, todo acaba perdiéndose algún día.
No hay que lamentarlo. Tampoco buscar la perpetuidad
del arte ni de las cosas.
Todo acaba perdiéndose y no hay que lamentarlo,
sino procurar que vivan su momento
(las noches de luna llena)
y lo vivan bello.

Una ausencia

Hay veces que pienso que una semana entera
puede resumirse en una mirada, una sonrisa,
un abrazo, dos besos y una presencia.
Otras veces, puede resumirse
en dos ojos que no se encuentran,
en dos labios serios, dos brazos quietos
y una ausencia.

sábado, 3 de marzo de 2012

De noche

La noche es un desierto que arde para los enamorados.
Para el resto es una broma cruel del sol
que quiere ver cómo nuestros rostros
se bañan en lágrimas de melancolía.

La noche es oscura y tiemblan las manos
que pretenden atrapar las estrellas.
Esconde el silencio una copa de plata
que guarda un licor ausente de cordura.

La noche es muda
y guarda las sonrisas de los pianos de cola.
Silencia a todos los gatos negros
que salen a pasear las noches de luna llena.

De noche. De noche
perdí mi locura entre tus brazos,
entre tus amagos con besos.
La madrugada me despertó
de nuevo entre la basura.
¿Tan lejos queda el mar?
¿Tan lejos las esperanzas?

Columpios y estrellas

Dame tu mano
y te llevaré a ver las estrellas.
Sólo hace falta alargar un poco
el brazo, saltar un poco del columpio
y podrás acariciarlas.

Habitación vacía

La habitación estaba vacía.
La luz estaba apagada
a excepción de una lámpara de mesa.
Era una noche cualquiera de febrero,
una noche fría y dolorosa.

Bajé la persiana dejando a oscuras
a la brillante luna.
Escribí de espaldas y no hallé
palabras mudas. Parecían huir
poco a poco entre el silencio de la habitación
y el tiempo que se detenía
para dejarme pensar una vez y otra
en una misma figura.

Rimas de prueba II

Entro en todas las discotecas abiertas
donde almas expertas
esconden sus penas
en tragos de absenta.
Los más débiles se dejan
llevar, se desenfrenan y perrean;
los menos aún resisten con fuerza.
Es el mismo esquema de todas las noches eternas
de gatos persas, de deseos sin reserva.
Los coches no frenan y se estrellan
por cada escote con tetas
y cada peta de algún fumeta.

Y si soy poeta,
no penséis que vomito mis principios en la acera.
Las palabras bellas sólo mean en las discotecas,
lo sé, pero hay más ciencia en una vida seca
que en una llena.
Y yo odio a la ciencia.
Así que si persigo mi meta,
si corro hasta llegar a la Meca,
no os extrañéis: es mi emblema.
Tengo una vida entera
a la que declarar la guerra,
así que ponme otra copa llena.

Rimas de prueba I

Busco perder mi cordura
en chupitos de locura.
Te imagino en mi cama desnuda
bajo un rayo de luna.
Y nos quedamos a oscuras,
te abrazo, me abrazas,
y rimo mis versos con susurros en tu nuca.
Suena a lo lejos la música
de otro día, la mañana despierta
y me hallo de nuevo entre la basura.
En la espesura de un nido de excrementos
encuentro mi cuna,
mi vida obsoleta de galleta vieja.

Y entre ruptura y ruptura,
sin tiempo para la sutura,
me dedico a repudiar el kamasutra.
Cada día puede ser el último
y por eso sólo ceno doce uvas.
Sin miedo espero mi tumba,
solo entre la espuma
de un mar que baña con agujas.
¿Pujas por mi vida? Hace tiempo
que se rompió la burbuja,
entrangula mi alma poco a poco,
no te preocupes, no hay posible cura.

Miradas y lágrimas


Mi mirada es piedra.
Mis dedos dibujan con sal de lágrimas
en la noche fría y desesperanzada.
Sal que rasga mis ojos,
que arranca mi pupila y la impulsa
en su salto del acantilado al mar.
Sal, que escupe sobre el suelo mojado
por la lluvia de afuera,
la lluvia que escribe tu nombre en la arena.
Dejaré que el tiempo pase,
la mirada más triste de todas las miradas
ocurre cuando dos ojos no se encuentran.

Tu nombre en la arena

Escribiré tu nombre en la arena
y dejaré que pase el tiempo.
Instante tras instante,
el viento irá llevándose
los bordes que trazaron mis recuerdos.
Los granitos de arena se perderán en el desierto,
se evaporarán como lágrimas arrancadas de mis dedos
por una mirada demasiado cruel, demasiado vana.
El viento perderá los besos, poco a poco,
que jamás me diste.

Imposible II

Amo la palabra "imposible"
en toda su inexistencia.
Soy un buscador de esperanzas vanas,
de sueños inútiles
(a eso llamo yo poesía).
Un perseguidor de horas acabadas
y fantasías futuras.
Y cuando terminan...
no importa. Ya llegarán más,
siempre llegan.