viernes, 29 de julio de 2011

Salir desnudo a la calle


Salir,
de pronto,
sin pensarlo siquiera,
desnudo a la calle.

Sería, sin duda, una experiencia inolvidable
abandonar mi cuerpo entre las aceras frías,
consumir mi voz en una copa de absenta,
entregar mis brazos al viento
para que abracen a otras personas que yo nunca conocería.

Salir desnudo,
de repente,
sin pensarlo
siquiera un instante,
sería olvidar mis ropas viejas en un baúl escondido
junto con la salud
y el dinero.
Dejar de soñar por miedo a la lluvia
y comenzar a soñar por amor al arte.

Salir de noche,
vagabundo,
a los cementos ardientes del infierno
sería fornicar hasta rasgar el cielo
y que la luna, asustada,
se escondiera de nuevo detrás del sol;
nuestros besos ardientes succionarían,
amor por amor,
todas las oscuridades del cielo.

Salir,
de pronto,
sin pensarlo siquiera,
desnudo a la calle
sería vivir,
por primera vez,
la vida.

Pero tengo miedo.

martes, 19 de julio de 2011

Sólo volver a escuchar tu nombre...

Oxford.
Tu nombre me llega de nuevo
con un susurro de sílabas viejas y usadas
que, como una puerta que guarda un secreto,
chirrían al volar otra vez en el aire.

Esos chirridos (podría decir, magníficos)
vienen acompañados, no sin cierta sorna,
de la humedad que se evapora
de aquellas calles mojadas (y azules).
Vienen acompañados de deseos apremiantes,
de esperanzas elevadas
y promesas guardadas con llave
para que nadie las recuerde.

No importa, no importa.
Todo lo que tuvo que suceder (casi)
sucedió de hecho.
No estaría yo, aquí, olvidando
(con añoranza, es cierto),
si aquellas dulces memorias
no hubiera, en fin, guardado en mi recuerdo.

Y es que si hoy,
aunque sea penosamente ayudado por una máquina,
vuelvo a recorrer tus calles
(siguen mojadas y azules...)
desde la residencia en cuya kitchen conversábamos,
pasando por la cantina donde, entre risas,
aceptábamos una comida que de otro modo fuera horrible
y llegando por fin, tras mucho andar,
a Cornmarket Street, calle sobre las calles
por todas las veces que la paseamos;
no es que la añoranza reconcoma
mi corazón débil.
Es tan sólo un viejo y usado álbum de fotos
que me ayuda a creer (de nuevo) en la existencia
de la más pura y simple forma de alegría:
la amistad.

miércoles, 13 de julio de 2011

La magia de Venecia (2)

[Es lo mismo, sólo cambia algo la parte final, a partir del asterisco]

            Llegué a Venecia a finales de abril, concretamente un día soleado. Me alojaba en el hotel Canal (de tres estrellas), en frente de la Ferrovía. Hasta llegar allí, tuve que cruzar varios de esos lindos puentes venecianos con escaleras. En cuanto a la estética y el ambiente, eran preciosos, pero no resultaban precisamente cómodos cuando una tenía que arrastrar una maleta con ruedas. El hotel, en principio, me pareció un poco cutre. Pero me dije: “No pasa nada, estás en la isla principal de Venecia, eso es suficiente. Sufrir un poco de vez en cuando hasta es bueno”. En la recepción me esperaba un hombre que apenas entendía mi español, así que acabamos derivando al inglés para alcanzar un mayor grado de comprensión mutua. Me dio la llave y me indicó por dónde subir. “No hay ascensor”, me dijo. Empecé a ascender por aquellos escalones estrechos enfundados en un tapiz rojo que pretendían otorgarles un glamour arrebatado a primera vista por la capa de polvo y suciedad acumulada sobre ellos, especialmente en las partes laterales. Las paredes tampoco estaban mucho más limpias y poco quedaba del blanco que pudieron ostentar un día. Mientras portaba la pesada maleta en mi mano derecha haciendo paradas momentáneas en los descansillos para recobrar el aliento, observé en mi mano izquierda la llave que me acaban de dar. Era dorada, con el número 203 grabado en negro y estaba unida a un peso que prevenía a los huéspedes de llevársela de paseo.

            Un par de vueltas de la cerradura y la puerta se abrió con un débil quejido. Me encontré ante una habitación más bien pequeña, con las paredes pintadas de un amarillo feo. Muebles rústicos con motivos dorados que le daban cierto aire barroco, así como una cama estrecha y corta (de no haber sido yo de estatura un poco pequeña no hubiera cabido por completo) con una manta vieja cubriendo las sábanas bien dobladas. Dejé mi maleta encima de la cama y saqué la ropa para deshacer las arrugas que le había formado el trajín de la maleta. Fui al baño a hacer mis necesidades. Mientras tanto, observé mi alrededor atentamente. La ducha con bañera no prometía ser demasiado buena (y, en efecto, no lo sería), pero al menos todo parecía tener una higiene aceptable. Me quedé un momento mirando una cuerdecilla que colgaba del techo, preguntándome si sería la cadena del wáter. Una vez hube acabado tiré de ella, pero no surtió efecto alguno. Miré un momento a mi alrededor y vi que en la parte superior de la cisterna había un botón. Dejé escapar una risita por mi estupidez y me dispuse a lavarme las manos. Después, fui de nuevo a observar la cuerda y vi que al lado de la misma había un cartel que susurraba a escondidas: “Alarm”. Mis mejillas se tiñeron de rojo. Esperé que estuvieran acostumbrados a los despistes y nadie subiera preocupado en exceso. De hecho, así fue, porque nadie subió, aunque al final no supe si tomármelo a bien. ¿Y si hubiera tenido una urgencia de verdad? Preferí no pensar en ello.

            Salí de la habitación, di dos vueltas a la llave y la saqué de la boca dorada de la puerta. Bajé por las escaleras pisando con cuidado el resbaladizo tapiz rojo que redondeaba las esquinas de los escalones y deposité la llave en la recepción. El mismo hombre que me había atendido antes asintió con la cabeza desde un poco más allá, donde conversaba con algún otro cliente, y masculló un “Ciao” que respondí con poco más que un movimiento de labios. Tiré de las dos puertas sucesivas que marcaban la entrada y salí a la calle.

            Me quedé un momento pasmada, sin saber qué hacer. La brisa removió mi camisa de cuadros marrón, verde y blanca y acarició mis piernas delgadas descubiertas por los shorts vaqueros. El sol calentaba mi cara con su cálida timidez primaveral. Todo ello me arrancó una sonrisa de los labios y entonces supe que el día marcharía bien. Saqué el mapa que el recepcionista me había regalado (sólo por ser el primero) y discerní el camino que seguiría. Eran las 7 u 8 de la tarde (ya no recuerdo), así que no faltaría mucho para que anocheciera, luego debía darme prisa si quería ver la plaza San Marcos. Elegí uno de los dos trazados subrayados con amarillo en el mapa, el situado más al norte, que pasaba por Giacommo dell’Orio, S. Cassan, la plaza Beccaire, deteniéndose por un momento en la figura destacada del puente de Rialto. Ascendí por la parte central, donde entre el barullo de gente pude ver las tiendas y mercadillos ambulantes que estaban situadas allí sacando negocio de los turistas. Sin embargo, era innegable que le daban una atmósfera especial a la ciudad, que iban a completar aquel conjunto maravilloso y único que formaban los canales y las góndolas, los edificios desconchados y tumbados que se arrimaban los unos a los otros, como queriendo abrazarse, pero sin llegar nunca a compartir una caricia.

            Descendí por la parte exterior del puente, observando sus arcadas desde detrás y, después, el agua verdosa del canal que discurría por debajo. Tras cruzarlo, avancé recto hasta encontrar una calle perpendicular más amplia: Marzalia 2 Aprile. Seguí por ella y giré hacia la izquierda por una callejuela estrecha (S. Salvador), después hacia la derecha y a la izquierda de nuevo. Crucé un puente y giré a la derecha por segunda vez, encontrándome con una tienda de Ferrari a la cual no presté mucha atención, a pesar de que levantaba expectación entre los turistas. Finalmente enfilé la entrada por debajo de la torre de l’Orologio. Para cuando pisé por primera vez la plaza San Marcos ya había anochecido. Había muy poca gente (para lo que luego descubriría que era habitual), ya que casi todos habían marchado ya a cenar o incluso a dormir.

            La primera imagen que ha quedado grabada en mi memoria es la de la plaza gigante iluminada por la luz tenue de las farolas, que envolvía todo en un halo aún más idílico. Giré la cabeza hacia la Basílica de San Marcos y pude contemplar la grandiosidad de sus cúpulas, sus arcos y sus detalles dorados, que emitían fulgores de estrellas en mitad de la noche oscura y sin luna. Me acerqué a ella hasta que casi pude tocarla, separada tan sólo por las vallas que la rodeaban (aunque no puedo negar que estuve tentada de saltarlas). Una vez mis ojos volvieron a su tamaño natural y mis pupilas hubieron embebido toda la majestuosidad de aquella visión, despegué la vista de la basílica y comencé a caminar hacia el mar. Me acerqué con pasos lentos. No tenía prisa por abandonar aquel lugar de ensueño. Antes, me sorprendió encontrar a mi izquierda el Palacio Ducal, con su galería de arcos innumerables y su muro liso de mármoles rosados y blancos, que se elevaba con la grandeza y el orgullo de quienes, muchos años atrás, habían vivido en su interior. Continué caminando y llegué al borde de la plataforma de madera sobre el agua, donde pequeños embarcaderos hincaban sus dientes en el mar. Las góndolas negras atadas a los postes de madera se mecían suavemente en el mar de medianoche.

            Medianoche. Casi eran ya las doce, debía regresar al hotel. Me fui a levantar cuando de repente oí una voz a mi espalda.

            -Buon giorno, signorina –su voz llegó a mí como un torrente dulce que hizo bajar un escalofrío por mi espalda.

            Me giré rápidamente y me levanté. Observé al hombre que me hablaba. Era un gondolero, con su habitual camiseta de rayas negras y blancas y pantalón negro. En la cabeza portaba un sombrero de mimbre con una cinta también negra que lo rodeaba y caía por detrás hasta su nuca. La sombra proyectada por el ala del sombrero le tapaba la cara, ya oculta de por sí por la noche que había envuelto la plaza, pero aún así pude entrever el brillo de unos ojos verdes en la oscuridad y una sonrisa sincera.

            -Buona… sera –repliqué, algo perpleja aún. Mi italiano no estaba demasiado pulido.

          -Sera no, signorina –dejó escapar una risita-. Giorno -me sonrió-. ¿No ve todos aquellos soles que nos iluminan? –señaló a las farolas encendidas de la plaza San Marcos.

            Fruncí el ceño, pero no pude evitar que una sonrisa divertida se dibujara entre mis labios. Ciertamente, parecía ser un hombre peculiar y divertido.

            -Sin embargo –continuó-, más allá de los soles, hay muchas callejuelas estrechas y oscuras donde una joven debería llevar cuidado. Es peligroso. ¿No preferiría volver al hotel con un precioso paseo en góndola? Le aseguro que no habrá tenido jamás experiencia más maravillosa. Cuando la noche cae, la magia se apodera de Venecia –estas últimas palabras vinieron cargadas de un halo misterioso, de un enigma implícito que entonces no llegué a entender.

            No sé qué tipo de temeridad me llevó a aceptar la propuesta, ni por qué ese extraño gondolero me inspiraba tal confianza con su sonrisa sincera como para no considerar un peligro volver al hotel acompañada y guiada por un desconocido. Ni siquiera me paré a pensar, ahora recuerdo, cómo es que sabía que yo me alojaba en un hotel. Aunque tampoco sería difícil de imaginar, supongo que el mapa desgastado y roto en mis manos me delataba como turista.

            Me encontré pronto sentada en su góndola negra y dorada frente al Palacio Ducal. Detrás de mí, el gondolero se colocó en su sitio y empezó a hundir el remo en el agua. Con movimientos suaves y acompasados, fui viendo alejarse las luces de las farolas de San Marcos. Dorsoduro apareció a nuestra izquierda y entramos en el Gran Canal.

            -Si me lo permite, le relataré una historia, signorina –su voz me llegaba a ciegas desde detrás de mi espalda, envuelta en los susurros del agua al deslizarse por la superficie de la góndola y en los chapoteos de las batidas del remo. Yo me quedé callada, absorta por la belleza del paisaje que contemplaba. Prefería no romper la quietud reinante con mis palabras torpes, no fuera que la magia desapareciera de pronto.

            -Es la historia de una joven que se enamoró de un gondolero en este mismo escenario: Venecia. Era de noche y él le ofreció un paseo en góndola para volver al hotel –noté como sus labios se abrían en una sonrisa dejando escapar un suspiro al aire, mientras yo soltaba una risita nerviosa-. Sólo hizo falta una mirada entre los ojos verdes de él y los ojos avellana de ella para que sintieran muy adentro, en el corazón, que estaban destinados a intercambiar un beso, el beso más hermoso del que podrían disfrutar en toda su vida. Así pues, iniciaron el paseo. Fueron navegando al son de las batidas de remo del gondolero, mientras éste tarareaba canciones italianas que alegraban los oídos españoles de su joven dama –casi pegué un respingo. Había notado el acento español en las dos únicas palabras que había pronunciado. De entre sus labios escapó una carcajada cristalina como el agua que surcaba la góndola y la mecía-. Al llegar a la altura del hotel, amarró la góndola al embarcadero. Se miraron un instante e intercambiaron un beso dulce y apasionado. Después, la joven bajó al embarcadero, mientras que él comenzó a deshacer el nudo que fijaba la góndola al poste de madera. Ella lo miró con anhelo, con deseos de volverlo a ver y disfrutar de nuevo de su presencia y sus besos. Él se despidió con una sonrisa sincera en los labios y un movimiento delicado de mano. Nunca se volvieron a ver.

            Se quedó en silencio, esperando mi reacción. Yo había quedado completamente absorta con su historia y había sentido que los latidos de mi corazón aumentaban y mis ojos emitían un brillo especial en el momento del beso. Con el final triste, una lagrimilla descendió por mi mejilla izquierda. Pasaron unos diez minutos hasta que volvió a hablar.

            -Igualmente, sólo son historias. Imaginaciones de un pobre artista soñador. No os preocupéis por ellos, están ciegos. La realidad siempre supera los sueños –me sonrió dulcemente. Yo le devolví la sonrisa, no sabía qué responder a sus profundas palabras, siquiera estoy segura de si en ese momento las entendía. Dejó escapar un suspiro y, después, una de esas carcajadas cristalinas que parecían hacer vibrar cada fibra de la góndola y de mi propio cuerpo. Yo respondí también a la carcajada, invadida por un impulso extraño. ¿Qué otra opción me quedaba?

 *


           Continuamos el paseo en silencio durante media hora más y finalmente llegamos al hotel. Ahora me asusta (o, al menos, me sorprende) pararme a pensar que sabía dónde me alojaba sin que yo le hubiese dicho, pero en aquel momento estaba poseída por el nerviosismo de la despedida y no tuve en cuenta ese detalle. Amarró la góndola al embarcadero y se volvió hacia mí. Yo ya me había levantado. Se acercó hasta que sentí que nuestros rostros casi se rozaban. Intenté dejar el miedo a un lado, pero no pude evitar quedarme quieta.

            -Ya hemos llegado. Adiós, signorina -sus labios se entreabrieron en una sonrisa sincera. Se separó de mí y me ayudó a bajar al embarcadero. Yo temblaba y, tras recoger la llave en la recepción, temblaba aún más violentamente al subir corriendo las escaleras. Sentía aún la pasión inexpresada desgarrando mi pecho. Había dejado escapar una ocasión única. Había perdido un momento mágico. Me eché a la cama entre sollozos sin siquiera cambiarme de ropa. Cerré los ojos contra la almohada, mientras mis lágrimas comenzaban a mojar la almohada.

            Fue entonces cuando me decidí. Volví a abrir los ojos y salí precipitadamente de la habitación sin coger la llave, sin cerrar la puerta. No podía pensar en nada más que en el gondolero que se alejaba poco con batidas lentas de remo. Casi me caí por las escaleras y me encontré fuera del hotel. Vi que ya casi había llegado al puente que cruzaba a la Ferrovía y salí corriendo. Tuve suerte de se parara por un instante a intercambiar unas palabras amistosas con otro gondolero que me permitió recortar distancias. Casi lo había alcanzado un poco pasado el puente, pero de pronto la calle se acabó, cortada por un canal menor, mientras que él continuaba avanzando por el Gran Canal. Tendría que dar la vuelta, cruzar por un puente y continuar mi persecución, si es que no lo perdía mientras tanto. Pensé en llamarle, en gritar alto su nombre para que supiera que había vuelto a buscarlo, pero entonces me di cuenta de que no lo había dicho.

Sin pensarlo ni un instante, salté de cabeza al agua. Salí a la superficie sin pensar que estaba empapada y posiblemente había estropeado el móvil, el iPod y había dejado inutilizable la cartera. Las aguas verdosas de Venecia estaban sucias, pero a mí eso no me importaba. Comencé a dar brazadas más fuertes y rápidas de lo que jamás había pensado que podría conseguir. Continué nadando y llegué al fin junto a la góndola. El gondolero observó con estupefacción mis pequeñas manitas blancas apoyarse sobre el lateral negro de la góndola. Me ayudó a subir mientras negaba con la cabeza.

-No deberías haber vuelto –me dijo, evitando mirarme a los ojos.

-No debería haberme marchado nunca –respondí yo.

Mi camisa de cuadros marrón, verde y blanca estaba empapada y se pegaba a mi cuerpo. Mi pelo castaño, oscurecido por la noche y por el agua, chorreaba por detrás de mi espalda. Nos quedamos un momento en silencio. Un momento en el que perdí todas mis esperanzas. Quizá el cuento no hubiese sido más que eso, un cuento. Una broma que me había tragado como una niña tonta. Me recriminé mi propia estupidez. Sin embargo, noté de pronto que estaba a mi lado, que mi cuerpo entraba en contacto con el suyo. Mis ojos avellana se iluminaron de nuevo y alcé la mirada del asiento de la góndola donde la había hundido. Sus ojos verdes penetraron hasta el más recóndito lugar de mi alma, más allá de donde nadie había llegado ni nunca nadie llegaría, removiendo algo profundo, intangible y etéreo.

Cerró los ojos y se inclinó hacia mí, acercando sus labios a los míos. Yo cerré también los ojos, temerosa de que volvieran a echar a perder aquel instante, y terminé de unir nuestras bocas en un beso tímido. Tras ese primer contacto, nos volvimos a separar unos milímetros. Nos miramos de nuevo a los ojos. Los suyos resplandecían con un poderoso brillo de pasión y creo que lo mismo se podría decir de los míos. Volvimos a besarnos, pero esta vez con decisión. Junté las manos en su nuca, rodeando con mis brazos su cuello, y él las juntó en mi espalda, rodeando mi cintura. Comenzamos a hacer bailar nuestros labios suavemente y fuimos aumentando la intensidad a medida que la pasión iba creciendo. La magia había fundido nuestros dos cuerpos en uno sólo y apenas notaba ya sus manos suaves acariciando mi cabello castaño mojado, deslizándose sobre la camisa empapada que bordeaba mi cuerpo delgado. Apenas notaba el tacto de su espalda fibrosa, de sus brazos fuertes. Lo único que sentía eran sus labios carnosos jugueteando con los míos, su dulce lengua danzando con la mía en torno al fuego de nuestra pasión, al son de un vals secreto. Lo único que podía desear es que aquello no acabara nunca.

            Seguimos besándonos mientras la góndola comenzaba a hundirse progresivamente (nunca comprendí por qué ocurrió, acaso fuera el peso de nuestro amor eterno, pero poco importa). Flotamos sobre el agua por un momento, como si la belleza del momento nos sostuviera, antes de empezar a caer nosotros también. Cuando despegó su boca de la mía (algo que, instantes antes, hubiera creído imposible), me di cuenta de que nos estábamos hundiendo irreversiblemente en las aguas del Gran Canal de Venecia. El miedo se apoderó de mis ojos e intenté mascullar algo que se perdió en forma de burbujitas que ascendieron a explotar a la superficie. Él depositó un último y mágico beso, mucho mejor que cualquiera de los anteriores, y me susurró al oído:

            -Cierra los ojos.

            Yo, aterrada, era incapaz de obedecerle e intenté gritar que nos estábamos ahogando, pero mi boca se volvió a llenar de agua. Él clavó sus ojos verdes e infinitos en los míos y por un momento fueron lo único que vi en el mundo. Después, él me dedicó la más sincera y preciosa de sus sonrisas y se alejó hacia la superficie nadando. Yo cerré los ojos y me dejé caer.

            Desperté al día siguiente cuando el sol, a mitad de su ascensión, entraba por las ventanas abiertas de mi habitación con paredes de color amarillo. Tenía la ropa seca. Me levanté, muda, y lo primero que vi fue una nota en la mesita. Estaba escrita con letra cursiva, letra cuidada y concretamente la más bonita que haya visto jamás en mi vida.

            Espero que me encuentre pronto, signorina.

            En efecto, no tardé mucho en encontrarlo. Sin embargo, siempre habrá un hueco en mi memoria, en mi corazón, para el gondolero de los ojos verdes y los besos mágicos que siempre seguiré añorando. Nunca volví a verlo.

martes, 5 de julio de 2011

La magia de Venecia


            Llegué a Venecia a finales de abril, concretamente un día soleado. Me alojaba en el hotel Canal (de tres estrellas), en frente de la Ferrovía. Hasta llegar allí, tuve que cruzar varios de esos lindos puentes venecianos con escaleras. En cuanto a la estética y el ambiente, eran preciosos, pero no resultaban precisamente cómodos cuando una tenía que arrastrar una maleta con ruedas. El hotel, en principio, me pareció un poco cutre. Pero me dije: “No pasa nada, estás en la isla principal de Venecia, eso es suficiente. Sufrir un poco de vez en cuando hasta es bueno”. En la recepción me esperaba un hombre que apenas entendía mi español, así que acabamos derivando al inglés para alcanzar un mayor grado de comprensión mutua. Me dio la llave y me indicó por dónde subir. “No hay ascensor”, me dijo. Empecé a ascender por aquellos escalones estrechos enfundados en un tapiz rojo que pretendían otorgarles un glamour arrebatado a primera vista por la capa de polvo y suciedad acumulada sobre ellos, especialmente en las partes laterales. Las paredes tampoco estaban mucho más limpias y poco quedaba del blanco que pudieron ostentar un día. Mientras portaba la pesada maleta en mi mano derecha haciendo paradas momentáneas en los descansillos para recobrar el aliento, observé en mi mano izquierda la llave que me acaban de dar. Era dorada, con el número 203 grabado en negro y estaba unida a un peso que prevenía a los huéspedes de llevársela de paseo.

            Un par de vueltas de la cerradura y la puerta se abrió con un débil quejido. Me encontré ante una habitación más bien pequeña, con las paredes pintadas de un amarillo feo. Muebles rústicos con motivos dorados que le daban cierto aire barroco, así como una cama estrecha y corta (de no haber sido yo de estatura un poco pequeña no hubiera cabido por completo) con una manta vieja cubriendo las sábanas bien dobladas. Dejé mi maleta encima de la cama y saqué la ropa para deshacer las arrugas que le había formado el trajín de la maleta. Fui al baño a hacer mis necesidades. Mientras tanto, observé mi alrededor atentamente. La ducha con bañera no prometía ser demasiado buena (y, en efecto, no lo sería), pero al menos todo parecía tener una higiene aceptable. Me quedé un momento mirando una cuerdecilla que colgaba del techo, preguntándome si sería la cadena del wáter. Una vez hube acabado tiré de ella, pero no surtió efecto alguno. Miré un momento a mi alrededor y vi que en la parte superior de la cisterna había un botón. Dejé escapar una risita por mi estupidez y me dispuse a lavarme las manos. Después, fui de nuevo a observar la cuerda y vi que al lado de la misma había un cartel que susurraba a escondidas: “Alarm”. Mis mejillas se tiñeron de rojo. Esperé que estuvieran acostumbrados a los despistes y nadie subiera preocupado en exceso. De hecho, así fue, porque nadie subió, aunque al final no supe si tomármelo a bien. ¿Y si hubiera tenido una urgencia de verdad? Preferí no pensar en ello.

            Salí de la habitación, di dos vueltas a la llave y la saqué de la boca dorada de la puerta. Bajé por las escaleras pisando con cuidado el resbaladizo tapiz rojo que redondeaba las esquinas de los escalones y deposité la llave en la recepción. El mismo hombre que me había atendido antes asintió con la cabeza desde un poco más allá, donde conversaba con algún otro cliente, y masculló un “Ciao” que respondí con poco más que un movimiento de labios. Tiré de las dos puertas sucesivas que marcaban la entrada y salí a la calle.

            Me quedé un momento pasmada, sin saber qué hacer. La brisa removió mi camisa de cuadros marrón, verde y blanca y acarició mis piernas delgadas descubiertas por los shorts vaqueros. El sol calentaba mi cara con su cálida timidez primaveral. Todo ello me arrancó una sonrisa de los labios y entonces supe que el día marcharía bien. Saqué el mapa que el recepcionista me había regalado (sólo por ser el primero) y discerní el camino que seguiría. Eran las 7 u 8 de la tarde (ya no recuerdo), así que no faltaría mucho para que anocheciera, luego debía darme prisa sin quería ver la plaza San Marcos. Elegí uno de los dos trazados subrayados con amarillo en el mapa, el situado más al norte, que pasaba por Giacommo dell’Orio, S. Cassan, la plaza Beccaire, deteniéndose por un momento en la figura destacada del puente de Rialto. Ascendí por la parte central, donde entre el barullo de gente pude ver las tiendas y mercadillos ambulantes que estaban situadas allí sacando negocio de los turistas. Sin embargo, era innegable que le daban una atmósfera especial a la ciudad, que iban a completar aquel conjunto maravilloso y único que formaban los canales y las góndolas, los edificios desconchados y tumbados que se arrimaban los unos a los otros, como queriendo abrazarse, pero sin llegar nunca a compartir una caricia.

            Descendí por la parte exterior del puente, observando sus arcadas desde detrás y, después, el agua verdosa del canal que discurría por debajo. Tras cruzarlo, avancé recto hasta encontrar una calle perpendicular más amplia: Marzalia 2 Aprile. Seguí por ella y giré hacia la izquierda por una callejuela estrecha (S. Salvador), después hacia la derecha y a la izquierda de nuevo. Crucé un puente y giré a la derecha por segunda vez, encontrándome con una tienda de Ferrari a la cual no presté mucha atención, a pesar de que levantaba expectación entre los turistas. Finalmente enfilé la entrada por debajo de la torre de l’Orologio. Para cuando pisé por primera vez la plaza San Marcos ya había anochecido. Había muy poca gente (para lo que luego descubriría que era habitual), ya que casi todos habían marchado ya a cenar o incluso a dormir.

            La primera imagen que ha quedado grabada en mi memoria es la de la plaza gigante iluminada por la luz tenue de las farolas, que envolvía todo en un halo aún más idílico. Giré la cabeza hacia la Basílica de San Marcos y pude contemplar la grandiosidad de sus cúpulas, sus arcos y sus detalles dorados, que emitían fulgores de estrellas en mitad de la noche oscura y sin luna. Me acerqué a ella hasta que casi pude tocarla, separada tan sólo por las vallas que la rodeaban (aunque no puedo negar que estuve tentada de saltarlas). Una vez mis ojos volvieron a su tamaño natural y mis pupilas hubieron embebido toda la majestuosidad de aquella visión, despegué la vista de la basílica, comencé a caminar hacia el mar. Me acerqué con pasos lentos. No tenía prisa por abandonar aquel lugar de ensueño. Antes, me sorprendió encontrar a mi izquierda el Palacio Ducal, con su galería de arcos innumerables y su muro liso de mármoles rosados y blancos, que se elevaba con la grandeza y el orgullo de quienes, muchos años atrás, habían vivido en su interior. Continué caminando y llegué al borde de la plataforma de madera sobre el agua, donde pequeños embarcaderos hincaban sus dientes en el mar. Las góndolas negras atadas a los postes de madera se mecían suavemente en el mar de medianoche.

            Medianoche. Casi eran ya las 12, debía regresar al hotel. Me fui a levantar cuando de repente oí una voz a mi espalda.

            -Buon giorno, signorina –sus palabras llegaron como un torrente dulce hacia mí que hizo bajar un escalofrío por mi espalda.

            Me giré rápidamente y me levanté. Observé al hombre que me hablaba. Era un gondolero, con su habitual camiseta de rayas negras y blancas y pantalón negro. En la cabeza portaba un sombrero de mimbre con una cinta también negra que lo rodeaba y caía por detrás hasta su nuca. La sombra proyectada por el ala del sombrero le tapaba la cara, ya oculta de por sí por la noche que había envuelto la plaza, pero aún así pude entrever el brillo de unos ojos verdes en la oscuridad y una sonrisa sincera.

            -Buona… sera –repliqué, algo perpleja aún. Mi italiano no estaba demasiado pulido.

            -Sera no, signorina –dejó escapar una risita-. Giorno -me sonrió-. ¿No ve todos aquellos soles que nos iluminan? –señaló a las farolas encendidas de la plaza San Marcos.

            Fruncí el ceño, pero no pude evitar que una sonrisa divertida se dibujara entre mis labios. Ciertamente, parecía ser un hombre peculiar y divertido.

            -Sin embargo –continuó-, más allá de los soles, hay muchas callejuelas estrechas y oscuras donde una joven debería llevar cuidado. Es peligroso. ¿No preferiría volver al hotel con un precioso paseo en góndola? Le aseguro que no habrá tenido jamás experiencia más maravillosa. Cuando la noche cae, la magia se apodera de Venecia –estas últimas palabras vinieron cargadas de un halo misterioso, de un enigma implícito que entonces no llegué a entender.

            No sé qué tipo de temeridad me llevó a aceptar la propuesta, ni por qué ese extraño gondolero me inspiraba tal confianza con su sonrisa sincera como para no considerar un peligro volver sola al hotel con un desconocido. Ni siquiera me paré a pensar, ahora recuerdo, cómo es que sabía que yo me alojaba en un hotel. Aunque tampoco era difícil de imaginar, supongo que el mapa desgastado y roto en mis manos me delataría como turista.

            Me encontré pronto sentada en su góndola negra y con motivos dorados frente al Palacio Ducal. Detrás de mí, el gondolero se colocó en su sitio y empezó a hundir el remo en el agua. Con movimientos suaves y acompasados, fui viendo alejarse las luces de las farolas de San Marcos. Dorsoduro apareció a nuestra izquierda y entramos en el Gran Canal.

            -Si me lo permite, le relataré una historia, señorita –su voz me llegaba a ciegas desde detrás de mi espalda, envuelta en los susurros del agua al deslizarse por la superficie de la góndola y en los chapoteos de las batidas del remo. Yo me quedé callada, absorta por la belleza del paisaje que contemplaba. Prefería no romper la quietud reinante con mis palabras torpes, no fuera que la magia desapareciera de pronto.

            -Es la historia de una joven que se enamoró de un gondolero en este mismo escenario: Venecia. Era de noche y él le ofreció un paseo en góndola para volver al hotel –noté como sus labios se abrían en una sonrisa dejando escapar un suspiro al aire, mientras yo soltaba una risita nerviosa-. Sólo hizo falta una mirada entre los ojos verdes de él y los ojos avellana de ella para que sintieran muy adentro, en el corazón, que estaban destinados a intercambiar un beso, el beso más hermoso del que podrían disfrutar en toda su vida. Así pues, iniciaron el paseo. Fueron navegando al son de las batidas de remo del gondolero, mientras éste tarareaba canciones italianas que alegraban los oídos españoles de su joven dama –casi pegué un respingo. Había notado el acento español en las dos únicas palabras que había pronunciado. De entre sus labios escapó una carcajada cristalina como el agua que surcaba la góndola y la mecía-. Al llegar a la altura del hotel, amarró la góndola al embarcadero. Se miraron un instante e intercambiaron un beso dulce y apasionado. Después, la joven bajó al embarcadero, mientras que él comenzó a deshacer el nudo que fijaba la góndola al poste de madera. Ella lo miró con anhelo, con deseos de volverlo a ver y disfrutar de nuevo de su presencia y sus besos. Él se despidió con una sonrisa sincera en los labios y un movimiento delicado de mano. Nunca se volvieron a ver.

            Se quedó en silencio, esperando mi reacción. Yo había quedado completamente absorta con su historia y había sentido que los latidos de mi corazón aumentaban y mis ojos emitían un brillo especial en el momento del beso. Con el final triste, una lagrimilla descendió por mi mejilla izquierda. Pasaron unos diez minutos hasta que volvió a hablar.

            -Igualmente, sólo son historias. No tienen nada de verídico. Imaginaciones de un pobre artista soñador. No os preocupéis por ellos, están ciegos. La realidad siempre supera los sueños –me sonrió dulcemente. Yo le devolví la sonrisa, no sabía qué responder a sus profundas palabras. Dejó escapar un suspiro y después una de esas carcajadas cristalinas que parecían hacer vibrar cada fibra de la góndola y de mi propio cuerpo. Yo respondí también a la carcajada, invadida por un impulso extraño. ¿Qué otra opción me quedaba?

            Continuamos el paseo en silencio durante media hora más y finalmente llegamos al hotel. Ahora me asusta (o, al menos, me sorprende) pararme a pensar que sabía dónde me alojaba sin que yo le hubiese dicho, pero en aquel momento estaba poseída por el nerviosismo de la despedida y no tuve en cuenta ese detalle. Amarró la góndola al embarcadero y se volvió hacia mí. Yo ya me había levantado. Se acercó hasta que sentí que nuestros cuerpos se rozaban, cerró los ojos y se inclinó para dejar sus labios muy cerca de los míos. Abrió de nuevo los ojos y su mirada verde penetró hasta el más recóndito lugar de mi alma. Intenté dejar el miedo a un lado, cerré los ojos y terminé de unir nuestras bocas en un beso tímido. Tras ese primer contacto, nos volvimos a separar unos milímetros. Nos miramos de nuevo a los ojos. Los suyos resplandecían con un poderoso brillo de pasión y creo que lo mismo se podría decir de los míos. Volvimos a besarnos, pero esta vez con decisión. Junté las manos en su nuca, rodeando con mis brazos su cuello, y él las juntó en mi espalda, rodeando mi cintura. Comenzamos a hacer bailar nuestros labios suavemente y fuimos aumentando la intensidad a medida que la pasión iba aumentando. La magia había fundido nuestros dos cuerpos en uno sólo y apenas notaba ya sus manos suaves acariciando mi cabello liso y castaño, deslizándose sobre mi cuerpo delgado. Apenas notaba el tacto de su espalda fibrosa, de sus brazos fuertes. Lo único que sentía eran sus labios carnosos jugueteando con los míos, su dulce lengua danzando con la mía, en torno al fuego de nuestra pasión, al son de un vals secreto. Lo único que podía desear es que aquello no acabara nunca.

            Seguimos besándonos mientras la góndola comenzaba a hundirse progresivamente (nunca comprendí por qué ocurrió, acaso fuera el peso de nuestro amor eterno, pero poco importa). Flotamos sobre el agua por un momento, como si la belleza del momento nos sostuviera, antes de empezar a caer nosotros también. Cuando despegó su boca de la mía (algo que, instantes antes, hubiera creído imposible), me di cuenta de que nos estábamos hundiendo irreversiblemente en las aguas del Gran Canal de Venecia. El miedo se apoderó de mis ojos e intenté mascullar algo que se perdió en forma de burbujitas que ascendieron a explotar a la superficie. Él depositó un último y mágico beso, mucho mejor que cualquiera de los anteriores, y me susurró al oído:

            -Cierra los ojos.

            Yo, aterrada, era incapaz de obedecerle e intenté gritar que nos estábamos ahogando, pero mi boca se volvió a llenar de agua. Él clavó sus ojos verdes e infinitos en los míos y por un momento fueron lo único que vi en el mundo. Después, él me dedicó la más sincera y preciosa de sus sonrisas y se alejó hacia la superficie nadando. Yo cerré los ojos y me dejé caer.

            Desperté al día siguiente cuando el sol, a mitad de su ascensión, entraba por las ventanas abiertas de mi habitación con paredes de color amarillo. Me levanté, muda, y lo primero que vi fue una nota en la mesita. Estaba escrita con letra cursiva, letra cuidada y concretamente la más bonita que haya visto jamás en mi vida.

            Espero que me encuentre pronto, signorina.

            En efecto, no tardé mucho en encontrarlo. Sin embargo, siempre habrá un hueco en mi memoria, en mi corazón, para el gondolero de los ojos verdes y los besos mágicos que siempre seguiré añorando. Nunca volví a verlo.