sábado, 30 de abril de 2011

Juramento


Muchas veces, intentamos fijar nuestros sueños en aquello que nosotros mismos creemos imposible. Quitad esa idea de vuestra cabeza. Sustituidla por ésta: la palabra "imposible" es una creación de las personas mayores, que han perdido la esperanza en el mundo. Una costumbre que nos inculcan para cuadrar nuestro aún inexperto y dubitativo cerebro (como os dirían las personas mayores: "algo muy práctico"). Pero, como todas las cosas creadas por las personas mayores, la palabra "imposible" es imposible. Fue inútil, efímera, y ahora está muerta. Sí, muerta. ¿No me creéis? La tiraron a un cubo de basura y allí se pudrió mucho tiempo (las cosas malas siempre se resisten a dejar este mundo), inundándonos a todos con su olor feo. Pero ahora por fin ha desaparecido. Sí, podéis venir a verlo vosotros mismos. ¡Venid todos! Mirad. No existe ya. ¿No es maravilloso? ¡Ha desaparecido! ¿O es que acaso la sentís aún? Mirad al norte, al sur, al este y al oeste. Mirad dentro de vosotros mismos. ¿La sentís? ¡No! ¡Ha desaparecido! ¿No es maravilloso? ¡Ya podéis gritar, correr, saltar, reír tranquilos! ¡Podéis ser felices de una vez por todas! ¡Sí, sí, sí! Gritad conmigo: ¡Ha desaparecido!


Siempre que puedan sonreír mis sonrisas,
siempre que puedan llorar mis lágrimas,
siempre que puedan reír mis carcajadas,
siempre que puedan brillar mis miradas.
Siempre que puedan divertir mis juegos,
siempre que puedan sonar (de lluvia) mis ventanas,
siempre que puedan girar y girar mis peonzas,
siempre que puedan hablar mis peluches.
Siempre que puedan volar las amapolas,
seguiré siendo
por siempre, siempre y siempre
un niño.

sábado, 9 de abril de 2011

Frenesí


Tic, tac.
Un gallo cantó a lo lejos.

Tic, tac.
El calor lo embadurnó todo
con su pegajoso olor a playa.

Tic, tac.
El despertador estalló con rabia.

Tic, tac.
Volvieron a cantar los gallos,
pero esta vez los acompañaban los coches.

Tic, tac.
Un pie salió volando.

Tic, tac.
Bajé la calle escalón por escalón
y torcí una cuesta que, realmente, no llevaba a ningún sitio.

Tic, tac.
El calor lo embadurnó todo con su sequedad pegajosa.

Tic, tac.
Sonó un timbre que aún no sé a quién llamaba
y de repente toda la gente corría enloquecida.

Tic, tac.
Tras el silencio, me volví a quedar solo.

Tic, tac.
Abrí una puerta y vi demasiadas personas serias.
No me gustó, así que volví a cerrar la puerta.

Tic, tac.
La puerta se abrió de nuevo con un murmullo de hojas desquiciadas.

Tic, tac.
El calor lo embadurnó todo
con sus pegajosas conversaciones.

Tic, tac.
Se hizo el silencio.

Tic, tac.
El cielo abierto volvió a mí un par de veces
sin que llegara a saber cómo lo perdí de nuevo.

Tic, tac.
Más timbres pegajosos y calor enloquecido.

Tic, tac.
El sueño y el hambre se apoderaron de las bocas
de las pequeñas hormigas que bostezaban en silencio.

Tic, tac.
Sonó un timbre que entonces supe a quién llamaba
y de repente toda la gente corría enloquecida.

Tic, tac.
El tiempo avanzaba sin que nadie se lo explicara
ni tampoco lo intentase.
El tiempo avanzaba sombra tras sombra hasta llegar al día
y luego día tras día hasta llegar al tiempo.
El tiempo se perdía entre la muchedumbre agitada,
entre el calor pasmado y horrorizado,
sin que nadie se lo impidiera
ni tampoco lo intentase.

Tic, tac.

Con cal y sueño

Saben cantar los pájaros sobre el cristal,
pero no son los pájaros sino la lluvia
lo que aporrea la ventana.
La lluvia fina y ahogada de un calor
llegado demasiado pronto,
venido a estorbar, como todas las cosas.

Es un paisaje idóneo, diríais, para estar alegre.
El sol deja escapar a lo lejos
los últimos tentáculos de luz del día.
Las nubes han despejado el cielo
y no hay sombra ni rumor de coches (apenas).

Pero en el fondo del mar
vive un conflicto soterrado.
Una pasión imaginada que amenaza con estallar
y arrasar el mundo.
Un débil soplo de viento que se pierde en el asfalto.

En el fondo del mar,
más allá, donde no hay peces,
vive un asombro escondido,
un verso inconcluso esparcido en la arena
sin cal donde se abandonan los sueños.

Tras el día...


La noche.
Volverá la noche.
Volverá la noche más oscura y fría que nunca
y nos devorará a todos la noche.
Y nosotros, que aún guardábamos en cajitas de cartón
los rayos cálidos del día,
moriremos abrazados por no haber vuelto nunca a vernos,
por no haber vuelto nunca nuestros pasos
hacia las lágrimas secas del verano,
por no haber vuelto nunca a escuchar
las canciones que tarareaban los pájaros.
Y nos iremos volando.

Pero permanecerá siempre, inmutable
al olvido del tiempo,
aquel lugar encantado.
Guardará con cierto mimo
todas las briznas de hierba que pisamos mientras jugábamos
a nunca parar de reír.
Guardará nuestros recuerdos,
¡nosotros no nos atrevimos a escribirlos!
Pero la naturaleza es sabia
y sabrá dibujar nuestras pequeñas biografías
en cada hoja de otoño,
en cada copo de invierno,
en cada gota de primavera
y en cada brisa del mar de verano.

Mientras quede un suspiro por exhalar
y el mundo no deje de ser, en fin, el mundo.

domingo, 3 de abril de 2011

Las sonrisas del cielo


-Abuelita, ¿por qué a veces no vemos las estrellas aunque sea de noche?

La abuela sonrió y se acomodó en el sillón para comenzar a narrar la historia.

-Es una buena pregunta. Poca gente lo sabe hoy en día, la mayoría lo han olvidado con el paso del tiempo y el desarrollo de la ciencia.

Clavó los ojos en los de su nieto, de forma que poco a poco pareció que se desvanecían del presente.

-En el principio de los tiempos, las estrellas no existían y apenas habitaban en el mundo un par de ser humanos por cada continente. Dos de ellos se llamaban Nimandro y Estrella (los nombres eran distintos por aquélla época). El primero era alto y apuesto, de cara alargada pero rasgos delicados, pelo castaño y ojos verde oliva. Ella era bellísima, delgada y de suaves curvas, con labios finos de ángel, cabello rubio y mirada azul profunda. Como te puedes imaginar, eran completa y absolutamente felices, mucho más de lo que pueda llegarlo a ser hoy cualquiera. Tenían prácticamente un mundo entero para ellos solos y sus caricias, sus mimos y sus besos, para perderse uno en la mirada del otro mientras Nimandro observaba esa sonrisa que tanto amaba en los finos labios de Estrella.Viajaban continuamente hacia todos los lados a un tiempo, sin detenerse nunca (¿acaso alguna vez alguien ha conseguido parar el tiempo?) pero sabiendo apreciar con ternura cada suspiro que la vida les otorgaba. Se hicieron amigos de todos los animales que por entonces poblaban el planeta e incluso conocieron a sus compañeros de especie y compartieron con ellos la amistad y alguna que otra agradable velada. Y lo mejor de todo, ¡el viaje nunca se acababa! Siempre quedaban nuevos lugares por visitar (incluso los viejos, que nunca volvían a ser los mismos, podían considerarse otra vez nuevos pasado el tiempo suficiente). Además, por entonces las enfermedades aún no habían aparecido en la Tierra y todos los seres vivos eran inmortales. Sin embargo, de alguna forma que nunca nadie ha conocido, hubo un día en que llegó al mundo el primer virus. Hay quien dice que fue un castigo de Dios porque dos humanos intentaron tener un hijo con el que expandir su especie por el planeta, pero nadie lo sabe en realidad. Lo cierto es que, a partir de entonces, todo ser vivo sobre la Tierra, apretado por la amenaza del virus, sintió la necesidad de tener descendencia para que su especie perdurara.

-Pero eso forma parte de otra historia, volvamos a la nuestra. Nimandro y Estrella, acosados por esa necesidad, tuvieron un hijo (y esa fue la suerte que permite que hoy existamos tú y yo, pues el resto de seres humanos se extinguieron dejando tan sólo una criatura más en el planeta). Estrella se encontraba débil después del parto, pero pensaron que se debería al cansancio por un hecho tan trascendental como es el de crear vida, y se dedicaron a cuidar a su pequeño y encantador bebé. Hubo de pasar un mes, durante el cual Estrella no mejoró sino que fue empeorando, para que la pareja llegara a la fatal conclusión de que Estrella se había infectado por el virus. Preocupados, buscaron la cura por todo el mundo mientras su pequeño iba creciendo y aprendiendo el lenguaje de los humanos (mucho más puro y natural que el que usamos ahora) y otras cosas de la pequeña cultura a la que ya habían empezado a dar forma. Pero no encontraron la cura.

-Estrella siguió empeorando y empeorando hasta que llegó un día en que supo que iba a morir. A la noche, cuando su hijo ya dormía, llamó a su amado para despedirse de él antes de cerrar los ojos por vez última. "Voy a morir", le dijo con una fuerte determinación en su mirada azul profunda, clavada en los ojos verde olvida de Nimandro, donde ya empezaban a aflorar las primeras lágrimas que vertió el hombre sobre el mundo. "Pero quiero que sigas viviendo igual que lo hacías. Quiero, que eduques a nuestro hijo, que viajes con él como viajamos nosotros, que le enseñes las maravillas del mundo y así aprenda a cuidarlo y quererlo, pues es la posesión más preciosa que jamás puede tener alguien. Quiero también que le encuentres una pareja con la que pueda conocer el amor como lo conocimos nosotros, pues es el sentimiento más hermoso que existe y la única y verdadera fuente de toda la vida del mundo". Hizo una breve pausa en la que dedicó a Nimandro la última y definitiva de sus amadas sonrisas. "Por último, porque sé que ocurrirá aunque sea lo que menos quiera, por si alguna vez me echas en falta o pregunta nuestro hijo sobre sus orígenes, quiero dejarte un regalo. Has de saber que, siempre que quieras, podrás alzar la vista al cielo ahora oscuro y saber que allí me encontrarás sonriéndote, como una luz lejana llena de esperanza". Poco a poco, Estrella cerró los ojos sin perder la sonrisa entre sus labios finos de ángel. Nimandro cerró también los ojos y lloró amargamente un año entero. Durante ese tiempo, aunque no se levantó ni abandonó su sitio de velo por su amada, muchas veces alzó la mirada al cielo sin encontrase con otra cosa que ese frío vacío oscuro. Pensar que la última promesa de su amada había sido mentira ahondó su pena. Sin embargo, también recordó entonces la última voluntad de Estrella: educar a su hijo. Nimandro abrió los ojos y vio al pequeño, un año más mayor, sentado también en el mismo sitio, en duelo silencioso por la pena de sus padres. Se acercó a él y lo estrechó entre sus brazos. Lo alzó y se quedó observándolo. Había heredado la misma mirada profunda y azul de su madre. De repente, se dio cuenta de otra cosa. En el cielo oscuro brillaban cientos de pequeños puntos luminosos llenos de esperanza, uno por cada día que había pasado desde la muerte de Estrella, pues ésta se esforzaba por hacerse ver más y más ante la imposibilidad de su amado. "¿Cómo pude ser tan necio", se dijo Nimandro, "que quise ver las Estrellas con los ojos cerrados?".