martes, 1 de noviembre de 2011

¡Vida!

Nos corroe el miedo.
Nos aterroriza el llanto de tantas generaciones de muertos
para nada,
para encontrar un poquito menos de olvido
que en vida.

Avanzamos para caer hacia atrás, somos maestros
de transformar la risa en piedra
y elevarla a un monumento de cemento cuadrado
donde no se pudra y descomponga con el tiempo.

Atesoramos verdades como flechas
de un arquero ciego que dispara hacia sí mismo
y yacemos contentos, heridos, contentos, muertos.
Deificamos los números y escupimos a los colores
que aprenden los niños
(y no hay peor tristeza que la de un globo
escapando hacia el cielo inmenso).

No es necesario escuchar todos los telediarios,
cada día,
para oír la misma mierda de hombres amargados,
de hombres sin vida que creen escupir verdades
y nos alumbran con su aliento seco
y su voz negra de guadaña.
Hombres que se regodean en la miseria del resto
y se suicidan cuando también los abraza a ellos.

¿Sabéis que os digo?
Llevaos vuestras palabras y cagad a gusto.
La vida no significa sufrir, doler, ser
mártir o mendigo de una existencia,
de una simple esencia en cuadratura.
La vida os grita, está ante vosotros
aunque os neguéis a escucharla.
Os susurra al oído con cada misterio
inexplicable para la razón y la ciencia,
con cada acto de locura, de irrefrenable e irreversible
locura.
Os canta con la voz de mil y un niños de azúcar
con sus juguetes cálidos
y su voz cálida y sus labios
manchados de tierra y una sonrisa.
No. Hay vida en los rincones ocultos de la soledad,
donde los gatos grises van a cagar su mierda
de cada día,
su misma asquerosa y putrefacta sarta de mentiras,
de verdades sin sombra y sin misterio.
No. No quiero conquistar un árbol.
Tampoco sentirme pequeño o acariciar el mundo.
Sólo pido un poco de luz, un poco de tinta
de velas derretidas al anochecer en el balcón
donde cantan los barcos.

No. No hay vida y no estoy dispuesto
a renunciar a ella. Mientras vaguen los espíritus
sin noche en la gloria de la locura
y los tristes renacuajos del estanque bailen su danza de lluvia.
Quiero morder la almohada y que llore
sus lágrimas y no las mías.
Quiero ata i cuerpo a una botella de
plástico y dejarme vagar por todos y cada uno de los parques olvidados.
La aurora de nubes tiñe un cielo ensangrentado
y no es más cierto que grite una niña
que dos pájaros vuelen sin encontrar sus alas.

miércoles, 12 de octubre de 2011

Nostalgia


¡Parece mentira que hubo un día
en que todos los momentos fueron dorados!

Ahora mi voz se ha vuelto mustia, mi cuerpo
flácido y mis palabras se asemejan a migajas de pan seco.
Mis versos se tiñen de laca de nata barata
de los supermercados.
He perdido la chispa que un día creció en mis pupilas,
la rosa roja que sangró un día en mi corazón
(tan lejos ahora del mar).
Lancé las amapolas, olvidadas y rotas,
a un desván cuya llave sólo vive en sueños.
Mi confianza se evaporó con el humo de una polilla en llamas.

Ahora rasgo el papel, desesperado,
rasgo mis cabellos, mi cuerpo, mi piel
y alzó el rostro y mi voz rasga el cielo.
Y uno a uno entre las lágrimas, la sangre de tinta
y el miedo
van volviendo a mi memoria todos los momentos dorados,
las caricias de los pájaros, las gotas de lluvia de mis poemas,
las miradas que estrechaba entre los brazos
y los besos. Sobre todo, los besos.

domingo, 2 de octubre de 2011

¿Vida?


¡Grité!, y las palabras se perdieron en el viento.
¡Grité!, y las lágrimas se perdieron en la lluvia.

Quise buscar la melancolía de las formas
y encontré un paisaje abrupto y escarpado,
un horizonte negro más allá del cual no vivía la luz.

Quise (después) encontrar un beso en una gota de agua
y lloré tanto que las hojas verdes de mis ojos
se secaron, marchitaron, se pudrieron.

Quise (más tarde) burlar el mundo con la imaginación
de la inocencia y, como buen filósofo,
cerré los ojos y caí; ahora los gritos se oyen demasiado cerca.

¡Grité! ¡Gritaron! No sé si fui yo o ellos quienes dudaron
al saltar sin mar hacia el acantilado.

Por último, quise ser mendigo
y no obtuve suficiente nota.
Tuve que conformarme con ser científico.

sábado, 24 de septiembre de 2011

Un gorrión


Una vez conocí a un gorrión.
¿Un gorrión?
Sí, un gorrión.
Un gorrión pequeñito, minúsculo,
con las alas pequeñitas, minúsculas.
Las agitaba torpemente y resbalaba continuamente
sobre el suelo mojado por nubes mojadas.
Tras aquel primer día, seguí viéndolo todos los días,
resbalón tras caída tras resbalón.
Pero nunca dejaba de intentarlo,
día tras día, fallo tras fallo.

Un día, muy decidido,
le observé avanzar hacia un fuerte precipicio.
Me guiñó el ojo, lanzó una moneda al aire
y, sin esperar a ver de qué cara caía,
saltó al vacío con las alas abiertas.

Esperanza


El sueño de la noche se apaga bruscamente
con el irritante pitido de la alarma
que enciende el sol bostezando sus primeros rayos de luz,
recién levantado.
Las calles pierden poco a poco el frío y las sombras,
las farolas se esfuman, rugen los coches de los callejones
y en un rincón un vagabundo ciego necesita esperanza.

viernes, 23 de septiembre de 2011

A palabras sordas, ¿oídos necios?


Fue el sueño de una madrugada,
de una noche especialmente loca
y especialmente fantástica.
Fue el roce de manos y el grito al viento
susurrando: "Me gustas".

Esperanzas de cristal


Mi vida necesita esperanzas, aunque sean de esas
de cartón y plástico.
Tan sólo acarician mi pensamiento
y ya dejo escapar una sonrisa
y ya comienzan mis ojos a brillar.
Apenas ha pasado un instante y en mi mente
las ideas, sólo las ideas bellas,
han conformado una imagen perfecta de un futuro perfecto.
Alargo el brazo e intento atraparlo
pero mis puño arañan el aire.

Abro los ojos y la fantasía de cristal se rompe.
Abro los ojos y encuentro la noche allá fuera,
los pedacitos de cristal y cartón me señalan con el dedo
y se ríen de mí.

lunes, 5 de septiembre de 2011

Tras una rejilla metálica de lágrimas


No hace falta amordazar el aire para sentir que algo se escapa,
que algo se eleva, se escurre y se aleja
en el horizonte lejano y aún apenas anaranjado.

Otro día escribiré versos sinceros que lleven
palabras dulces, versos de nata.
Pero hoy tengo la mirada oculta tras esa rejilla de lágrimas
donde a menudo nos escondemos
y no puedo dejar de pensar en las mañanas tristes que llegan,
las mañanas grises, cuadradas de números y tristes,
sin la presencia de aquéllos que marchan lejos
(siquiera de los que marchan cerca),
sin bromas, sin choques de palmas aleteantes
por los que sonreír a la lluvia.

Rumor de medianoche


No hay cura para el loco solitario
que escucha sin compañía el rumor de medianoche
(y es un rumor que viene de lejos,
no se sabe de dónde, viene de lejos).

Para los enamorados, es sólo un soniquete más
entre sus jadeos de pasión,
una estrella más en el cielo, que brilla
igual que todas.

Pero para un loco solitario como yo
que escucha su murmullo sombrío en el aire de nostalgia,
de perfume de recuerdo de otro tiempo,
y en el aire de esperanza vana,
de miedo feroz, de terror súbito ante un horizonte sin alas;
para un loco solitario como yo
es una melodía de cuchillos danzantes
donde tonos graves y tonos agudos van rasgando mi piel,
muy hondo, mi músculo y mi corazón,
y allí reposan con un eco profundo,
un eco desgarrador, salvaje e imperturbable,
un eco triste de soledad y amor.

domingo, 21 de agosto de 2011

Es de noche, no importa...

Es de noche, no importa.
Sé que la opinión de los demás te importa pero...
¡es de noche, no importa! ¡Nadie nos verá!

Déjame que acaricie tu cabello, poco a poco
hasta no acabar nunca.
Déjame que persiga los rayos de luz más allá de tus ojos
y, con suerte, me pueda perder en ellos.
Déjame que te abrace, así, déjame que te abrace.

¡La noche es nuestra! ¿Qué importa el mañaña
si sabemos que hoy no va a acabar nunca?

Entrégate a la noche y déjame beber,
en chupitos de locura,
el licor plateado que guardas entre los labios.
Un beso más, tan sólo uno,
y la noche será nuestra.

¿Ves cómo la opinión de los demás no importa?
Cuando uno bebe veneno a conciencia,
no hay rumor que espante, no hay clamor que se oiga.

Un beso más, sólo uno,
y la noche será nuestra.

Una farola se apaga y en el lugar el silencio enmudece.

¡Es de noche, no importa!

Valencia


Hace un mes, quizá algo más, sé que volaba hacia un lugar lejano y casi extraño. Formas y colores me llegaban envueltos en un suave perfume de memoria.

Fue un sueño nada claro, vago en sabores olvidados. Sin embargo, recuerdo perfectamente la alegría de todos aquellos instantes soñados en calles derretidas por el sol de verano. Calles que hoy busco (¿también en sueños?). Recuerdo, puedo decir que recuerdo haber encontrado todo tipo de sonrisas: sonrisas alegres, sonrisas chillonas, amables, sonrisas infantiles y cálidas y sonrisas sin ruido, sonrisas tristes, por poco tristes y sonrisas felices, esperanzadas, sonrisas expectantes, dormidas e incluso sonrisas enamoradas. Encontré bromas inesperadas, carcajadas sinceras y aleteantes, playas resplandecientes de espuma cálida, amaneceres con cierto rubor de eternidad. Encontré pasajeros locos de trenes locos, hogueras ardientes y estruendosas de pasión escondida, duendecillos traviesos y al mismo tiempo fieles hasta la médula e, incluso, encontré diseñadores de moda. Y, cuando me giré, hallé los brazos de un amigo que me abrazaban. Gestos que rara vez se pierden y jamás se olvidan.

No obstante, me dije, era un sueño. Y, como todos los sueños (buenos y malos), termina cuando la noche acaba. Crucé los dedos para que la luna nunca escapara del cielo y, sin quererlo, abrí los ojos en ese mismo momento. Abrí los ojos y me encontré en una calle sin nombre de Valencia, con los dedos cruzados y rodeado de amigos. Yo sabía que, a pesar de estar despierto, seguía siendo un sueño que acabaría en algún momento. Pero era un sueño demasiado bonito como para pensar en ello.

jueves, 11 de agosto de 2011

Un poema cabe en un beso

"¿Comprendes ya que un poema 
cabe en un verso?" (G. A. Bécquer)


Bebería todos y cada uno de tus cabellos
como si fueran oro fundido por el sol de verano.
Mi garganta ardería y mis sentidos se embotarían
como quien toma una copa de olvido.
Bebería todas y cada una de las notas de tu voz, dulce,
los dientes blancos de tu sonrisa perfecta y cálida,
los radios del iris castaño e infantil
que se esconde tras tus pestañas.

Es triste y patético que escriba en un papel
penas lejanas que ya nadie recuerda
y deberían ser olvidadas.
Es bien triste que escriba en un cuaderno, sin mi cariño,
frío y verde y con menos esperanza que un montón vago
de hojas rotas, melancólicas.
¿De qué sirve escribir?
Es verdaderamente triste que no salga corriendo
a la calle (no importa, es de noche, lo sé, no importa),
tome el primer vuelo (es de noche, no importa),
coja el primer taxi (es de noche, no importa)
y entre furtivamente en tu casa (¡es de noche, no importa!).
Te preguntaría si puedo
escribir este poema en tus labios.

miércoles, 10 de agosto de 2011

El escondite


Juego al escondite con el Amor
y es terrible que nunca nadie gane.
La lleva Él.
Si yo me levanto, Él se agacha
a buscarme con bromas pobre.
Corro y el se sienta
y me llama lastimeramente desde la lejanía.
Hay veces, incluso, queriendo perder a propósito,
que voy a buscarlo yo mismo.
Entonces me doy cuenta de que el juego ha cambiado.
Ahora soy yo quien la llevo
y Él quien se esconde.
Lo busco (lo sigo buscando) y no lo encuentro.
Mientras yo creía que aún me perseguía,
Él se elevó poco a poco,
cansado de juegos de niños,
lejos, muy lejos.
 

miércoles, 3 de agosto de 2011

Aniversario de Oxford


Hace un año que volví de Oxford
y aún no sé (o no quiero saber)
qué perdí allá lejos
para que no pueda dejar de mirar las dulces fotografías
de aquellas viejas tardes de verano.

viernes, 29 de julio de 2011

Salir desnudo a la calle


Salir,
de pronto,
sin pensarlo siquiera,
desnudo a la calle.

Sería, sin duda, una experiencia inolvidable
abandonar mi cuerpo entre las aceras frías,
consumir mi voz en una copa de absenta,
entregar mis brazos al viento
para que abracen a otras personas que yo nunca conocería.

Salir desnudo,
de repente,
sin pensarlo
siquiera un instante,
sería olvidar mis ropas viejas en un baúl escondido
junto con la salud
y el dinero.
Dejar de soñar por miedo a la lluvia
y comenzar a soñar por amor al arte.

Salir de noche,
vagabundo,
a los cementos ardientes del infierno
sería fornicar hasta rasgar el cielo
y que la luna, asustada,
se escondiera de nuevo detrás del sol;
nuestros besos ardientes succionarían,
amor por amor,
todas las oscuridades del cielo.

Salir,
de pronto,
sin pensarlo siquiera,
desnudo a la calle
sería vivir,
por primera vez,
la vida.

Pero tengo miedo.

martes, 19 de julio de 2011

Sólo volver a escuchar tu nombre...

Oxford.
Tu nombre me llega de nuevo
con un susurro de sílabas viejas y usadas
que, como una puerta que guarda un secreto,
chirrían al volar otra vez en el aire.

Esos chirridos (podría decir, magníficos)
vienen acompañados, no sin cierta sorna,
de la humedad que se evapora
de aquellas calles mojadas (y azules).
Vienen acompañados de deseos apremiantes,
de esperanzas elevadas
y promesas guardadas con llave
para que nadie las recuerde.

No importa, no importa.
Todo lo que tuvo que suceder (casi)
sucedió de hecho.
No estaría yo, aquí, olvidando
(con añoranza, es cierto),
si aquellas dulces memorias
no hubiera, en fin, guardado en mi recuerdo.

Y es que si hoy,
aunque sea penosamente ayudado por una máquina,
vuelvo a recorrer tus calles
(siguen mojadas y azules...)
desde la residencia en cuya kitchen conversábamos,
pasando por la cantina donde, entre risas,
aceptábamos una comida que de otro modo fuera horrible
y llegando por fin, tras mucho andar,
a Cornmarket Street, calle sobre las calles
por todas las veces que la paseamos;
no es que la añoranza reconcoma
mi corazón débil.
Es tan sólo un viejo y usado álbum de fotos
que me ayuda a creer (de nuevo) en la existencia
de la más pura y simple forma de alegría:
la amistad.

miércoles, 13 de julio de 2011

La magia de Venecia (2)

[Es lo mismo, sólo cambia algo la parte final, a partir del asterisco]

            Llegué a Venecia a finales de abril, concretamente un día soleado. Me alojaba en el hotel Canal (de tres estrellas), en frente de la Ferrovía. Hasta llegar allí, tuve que cruzar varios de esos lindos puentes venecianos con escaleras. En cuanto a la estética y el ambiente, eran preciosos, pero no resultaban precisamente cómodos cuando una tenía que arrastrar una maleta con ruedas. El hotel, en principio, me pareció un poco cutre. Pero me dije: “No pasa nada, estás en la isla principal de Venecia, eso es suficiente. Sufrir un poco de vez en cuando hasta es bueno”. En la recepción me esperaba un hombre que apenas entendía mi español, así que acabamos derivando al inglés para alcanzar un mayor grado de comprensión mutua. Me dio la llave y me indicó por dónde subir. “No hay ascensor”, me dijo. Empecé a ascender por aquellos escalones estrechos enfundados en un tapiz rojo que pretendían otorgarles un glamour arrebatado a primera vista por la capa de polvo y suciedad acumulada sobre ellos, especialmente en las partes laterales. Las paredes tampoco estaban mucho más limpias y poco quedaba del blanco que pudieron ostentar un día. Mientras portaba la pesada maleta en mi mano derecha haciendo paradas momentáneas en los descansillos para recobrar el aliento, observé en mi mano izquierda la llave que me acaban de dar. Era dorada, con el número 203 grabado en negro y estaba unida a un peso que prevenía a los huéspedes de llevársela de paseo.

            Un par de vueltas de la cerradura y la puerta se abrió con un débil quejido. Me encontré ante una habitación más bien pequeña, con las paredes pintadas de un amarillo feo. Muebles rústicos con motivos dorados que le daban cierto aire barroco, así como una cama estrecha y corta (de no haber sido yo de estatura un poco pequeña no hubiera cabido por completo) con una manta vieja cubriendo las sábanas bien dobladas. Dejé mi maleta encima de la cama y saqué la ropa para deshacer las arrugas que le había formado el trajín de la maleta. Fui al baño a hacer mis necesidades. Mientras tanto, observé mi alrededor atentamente. La ducha con bañera no prometía ser demasiado buena (y, en efecto, no lo sería), pero al menos todo parecía tener una higiene aceptable. Me quedé un momento mirando una cuerdecilla que colgaba del techo, preguntándome si sería la cadena del wáter. Una vez hube acabado tiré de ella, pero no surtió efecto alguno. Miré un momento a mi alrededor y vi que en la parte superior de la cisterna había un botón. Dejé escapar una risita por mi estupidez y me dispuse a lavarme las manos. Después, fui de nuevo a observar la cuerda y vi que al lado de la misma había un cartel que susurraba a escondidas: “Alarm”. Mis mejillas se tiñeron de rojo. Esperé que estuvieran acostumbrados a los despistes y nadie subiera preocupado en exceso. De hecho, así fue, porque nadie subió, aunque al final no supe si tomármelo a bien. ¿Y si hubiera tenido una urgencia de verdad? Preferí no pensar en ello.

            Salí de la habitación, di dos vueltas a la llave y la saqué de la boca dorada de la puerta. Bajé por las escaleras pisando con cuidado el resbaladizo tapiz rojo que redondeaba las esquinas de los escalones y deposité la llave en la recepción. El mismo hombre que me había atendido antes asintió con la cabeza desde un poco más allá, donde conversaba con algún otro cliente, y masculló un “Ciao” que respondí con poco más que un movimiento de labios. Tiré de las dos puertas sucesivas que marcaban la entrada y salí a la calle.

            Me quedé un momento pasmada, sin saber qué hacer. La brisa removió mi camisa de cuadros marrón, verde y blanca y acarició mis piernas delgadas descubiertas por los shorts vaqueros. El sol calentaba mi cara con su cálida timidez primaveral. Todo ello me arrancó una sonrisa de los labios y entonces supe que el día marcharía bien. Saqué el mapa que el recepcionista me había regalado (sólo por ser el primero) y discerní el camino que seguiría. Eran las 7 u 8 de la tarde (ya no recuerdo), así que no faltaría mucho para que anocheciera, luego debía darme prisa si quería ver la plaza San Marcos. Elegí uno de los dos trazados subrayados con amarillo en el mapa, el situado más al norte, que pasaba por Giacommo dell’Orio, S. Cassan, la plaza Beccaire, deteniéndose por un momento en la figura destacada del puente de Rialto. Ascendí por la parte central, donde entre el barullo de gente pude ver las tiendas y mercadillos ambulantes que estaban situadas allí sacando negocio de los turistas. Sin embargo, era innegable que le daban una atmósfera especial a la ciudad, que iban a completar aquel conjunto maravilloso y único que formaban los canales y las góndolas, los edificios desconchados y tumbados que se arrimaban los unos a los otros, como queriendo abrazarse, pero sin llegar nunca a compartir una caricia.

            Descendí por la parte exterior del puente, observando sus arcadas desde detrás y, después, el agua verdosa del canal que discurría por debajo. Tras cruzarlo, avancé recto hasta encontrar una calle perpendicular más amplia: Marzalia 2 Aprile. Seguí por ella y giré hacia la izquierda por una callejuela estrecha (S. Salvador), después hacia la derecha y a la izquierda de nuevo. Crucé un puente y giré a la derecha por segunda vez, encontrándome con una tienda de Ferrari a la cual no presté mucha atención, a pesar de que levantaba expectación entre los turistas. Finalmente enfilé la entrada por debajo de la torre de l’Orologio. Para cuando pisé por primera vez la plaza San Marcos ya había anochecido. Había muy poca gente (para lo que luego descubriría que era habitual), ya que casi todos habían marchado ya a cenar o incluso a dormir.

            La primera imagen que ha quedado grabada en mi memoria es la de la plaza gigante iluminada por la luz tenue de las farolas, que envolvía todo en un halo aún más idílico. Giré la cabeza hacia la Basílica de San Marcos y pude contemplar la grandiosidad de sus cúpulas, sus arcos y sus detalles dorados, que emitían fulgores de estrellas en mitad de la noche oscura y sin luna. Me acerqué a ella hasta que casi pude tocarla, separada tan sólo por las vallas que la rodeaban (aunque no puedo negar que estuve tentada de saltarlas). Una vez mis ojos volvieron a su tamaño natural y mis pupilas hubieron embebido toda la majestuosidad de aquella visión, despegué la vista de la basílica y comencé a caminar hacia el mar. Me acerqué con pasos lentos. No tenía prisa por abandonar aquel lugar de ensueño. Antes, me sorprendió encontrar a mi izquierda el Palacio Ducal, con su galería de arcos innumerables y su muro liso de mármoles rosados y blancos, que se elevaba con la grandeza y el orgullo de quienes, muchos años atrás, habían vivido en su interior. Continué caminando y llegué al borde de la plataforma de madera sobre el agua, donde pequeños embarcaderos hincaban sus dientes en el mar. Las góndolas negras atadas a los postes de madera se mecían suavemente en el mar de medianoche.

            Medianoche. Casi eran ya las doce, debía regresar al hotel. Me fui a levantar cuando de repente oí una voz a mi espalda.

            -Buon giorno, signorina –su voz llegó a mí como un torrente dulce que hizo bajar un escalofrío por mi espalda.

            Me giré rápidamente y me levanté. Observé al hombre que me hablaba. Era un gondolero, con su habitual camiseta de rayas negras y blancas y pantalón negro. En la cabeza portaba un sombrero de mimbre con una cinta también negra que lo rodeaba y caía por detrás hasta su nuca. La sombra proyectada por el ala del sombrero le tapaba la cara, ya oculta de por sí por la noche que había envuelto la plaza, pero aún así pude entrever el brillo de unos ojos verdes en la oscuridad y una sonrisa sincera.

            -Buona… sera –repliqué, algo perpleja aún. Mi italiano no estaba demasiado pulido.

          -Sera no, signorina –dejó escapar una risita-. Giorno -me sonrió-. ¿No ve todos aquellos soles que nos iluminan? –señaló a las farolas encendidas de la plaza San Marcos.

            Fruncí el ceño, pero no pude evitar que una sonrisa divertida se dibujara entre mis labios. Ciertamente, parecía ser un hombre peculiar y divertido.

            -Sin embargo –continuó-, más allá de los soles, hay muchas callejuelas estrechas y oscuras donde una joven debería llevar cuidado. Es peligroso. ¿No preferiría volver al hotel con un precioso paseo en góndola? Le aseguro que no habrá tenido jamás experiencia más maravillosa. Cuando la noche cae, la magia se apodera de Venecia –estas últimas palabras vinieron cargadas de un halo misterioso, de un enigma implícito que entonces no llegué a entender.

            No sé qué tipo de temeridad me llevó a aceptar la propuesta, ni por qué ese extraño gondolero me inspiraba tal confianza con su sonrisa sincera como para no considerar un peligro volver al hotel acompañada y guiada por un desconocido. Ni siquiera me paré a pensar, ahora recuerdo, cómo es que sabía que yo me alojaba en un hotel. Aunque tampoco sería difícil de imaginar, supongo que el mapa desgastado y roto en mis manos me delataba como turista.

            Me encontré pronto sentada en su góndola negra y dorada frente al Palacio Ducal. Detrás de mí, el gondolero se colocó en su sitio y empezó a hundir el remo en el agua. Con movimientos suaves y acompasados, fui viendo alejarse las luces de las farolas de San Marcos. Dorsoduro apareció a nuestra izquierda y entramos en el Gran Canal.

            -Si me lo permite, le relataré una historia, signorina –su voz me llegaba a ciegas desde detrás de mi espalda, envuelta en los susurros del agua al deslizarse por la superficie de la góndola y en los chapoteos de las batidas del remo. Yo me quedé callada, absorta por la belleza del paisaje que contemplaba. Prefería no romper la quietud reinante con mis palabras torpes, no fuera que la magia desapareciera de pronto.

            -Es la historia de una joven que se enamoró de un gondolero en este mismo escenario: Venecia. Era de noche y él le ofreció un paseo en góndola para volver al hotel –noté como sus labios se abrían en una sonrisa dejando escapar un suspiro al aire, mientras yo soltaba una risita nerviosa-. Sólo hizo falta una mirada entre los ojos verdes de él y los ojos avellana de ella para que sintieran muy adentro, en el corazón, que estaban destinados a intercambiar un beso, el beso más hermoso del que podrían disfrutar en toda su vida. Así pues, iniciaron el paseo. Fueron navegando al son de las batidas de remo del gondolero, mientras éste tarareaba canciones italianas que alegraban los oídos españoles de su joven dama –casi pegué un respingo. Había notado el acento español en las dos únicas palabras que había pronunciado. De entre sus labios escapó una carcajada cristalina como el agua que surcaba la góndola y la mecía-. Al llegar a la altura del hotel, amarró la góndola al embarcadero. Se miraron un instante e intercambiaron un beso dulce y apasionado. Después, la joven bajó al embarcadero, mientras que él comenzó a deshacer el nudo que fijaba la góndola al poste de madera. Ella lo miró con anhelo, con deseos de volverlo a ver y disfrutar de nuevo de su presencia y sus besos. Él se despidió con una sonrisa sincera en los labios y un movimiento delicado de mano. Nunca se volvieron a ver.

            Se quedó en silencio, esperando mi reacción. Yo había quedado completamente absorta con su historia y había sentido que los latidos de mi corazón aumentaban y mis ojos emitían un brillo especial en el momento del beso. Con el final triste, una lagrimilla descendió por mi mejilla izquierda. Pasaron unos diez minutos hasta que volvió a hablar.

            -Igualmente, sólo son historias. Imaginaciones de un pobre artista soñador. No os preocupéis por ellos, están ciegos. La realidad siempre supera los sueños –me sonrió dulcemente. Yo le devolví la sonrisa, no sabía qué responder a sus profundas palabras, siquiera estoy segura de si en ese momento las entendía. Dejó escapar un suspiro y, después, una de esas carcajadas cristalinas que parecían hacer vibrar cada fibra de la góndola y de mi propio cuerpo. Yo respondí también a la carcajada, invadida por un impulso extraño. ¿Qué otra opción me quedaba?

 *


           Continuamos el paseo en silencio durante media hora más y finalmente llegamos al hotel. Ahora me asusta (o, al menos, me sorprende) pararme a pensar que sabía dónde me alojaba sin que yo le hubiese dicho, pero en aquel momento estaba poseída por el nerviosismo de la despedida y no tuve en cuenta ese detalle. Amarró la góndola al embarcadero y se volvió hacia mí. Yo ya me había levantado. Se acercó hasta que sentí que nuestros rostros casi se rozaban. Intenté dejar el miedo a un lado, pero no pude evitar quedarme quieta.

            -Ya hemos llegado. Adiós, signorina -sus labios se entreabrieron en una sonrisa sincera. Se separó de mí y me ayudó a bajar al embarcadero. Yo temblaba y, tras recoger la llave en la recepción, temblaba aún más violentamente al subir corriendo las escaleras. Sentía aún la pasión inexpresada desgarrando mi pecho. Había dejado escapar una ocasión única. Había perdido un momento mágico. Me eché a la cama entre sollozos sin siquiera cambiarme de ropa. Cerré los ojos contra la almohada, mientras mis lágrimas comenzaban a mojar la almohada.

            Fue entonces cuando me decidí. Volví a abrir los ojos y salí precipitadamente de la habitación sin coger la llave, sin cerrar la puerta. No podía pensar en nada más que en el gondolero que se alejaba poco con batidas lentas de remo. Casi me caí por las escaleras y me encontré fuera del hotel. Vi que ya casi había llegado al puente que cruzaba a la Ferrovía y salí corriendo. Tuve suerte de se parara por un instante a intercambiar unas palabras amistosas con otro gondolero que me permitió recortar distancias. Casi lo había alcanzado un poco pasado el puente, pero de pronto la calle se acabó, cortada por un canal menor, mientras que él continuaba avanzando por el Gran Canal. Tendría que dar la vuelta, cruzar por un puente y continuar mi persecución, si es que no lo perdía mientras tanto. Pensé en llamarle, en gritar alto su nombre para que supiera que había vuelto a buscarlo, pero entonces me di cuenta de que no lo había dicho.

Sin pensarlo ni un instante, salté de cabeza al agua. Salí a la superficie sin pensar que estaba empapada y posiblemente había estropeado el móvil, el iPod y había dejado inutilizable la cartera. Las aguas verdosas de Venecia estaban sucias, pero a mí eso no me importaba. Comencé a dar brazadas más fuertes y rápidas de lo que jamás había pensado que podría conseguir. Continué nadando y llegué al fin junto a la góndola. El gondolero observó con estupefacción mis pequeñas manitas blancas apoyarse sobre el lateral negro de la góndola. Me ayudó a subir mientras negaba con la cabeza.

-No deberías haber vuelto –me dijo, evitando mirarme a los ojos.

-No debería haberme marchado nunca –respondí yo.

Mi camisa de cuadros marrón, verde y blanca estaba empapada y se pegaba a mi cuerpo. Mi pelo castaño, oscurecido por la noche y por el agua, chorreaba por detrás de mi espalda. Nos quedamos un momento en silencio. Un momento en el que perdí todas mis esperanzas. Quizá el cuento no hubiese sido más que eso, un cuento. Una broma que me había tragado como una niña tonta. Me recriminé mi propia estupidez. Sin embargo, noté de pronto que estaba a mi lado, que mi cuerpo entraba en contacto con el suyo. Mis ojos avellana se iluminaron de nuevo y alcé la mirada del asiento de la góndola donde la había hundido. Sus ojos verdes penetraron hasta el más recóndito lugar de mi alma, más allá de donde nadie había llegado ni nunca nadie llegaría, removiendo algo profundo, intangible y etéreo.

Cerró los ojos y se inclinó hacia mí, acercando sus labios a los míos. Yo cerré también los ojos, temerosa de que volvieran a echar a perder aquel instante, y terminé de unir nuestras bocas en un beso tímido. Tras ese primer contacto, nos volvimos a separar unos milímetros. Nos miramos de nuevo a los ojos. Los suyos resplandecían con un poderoso brillo de pasión y creo que lo mismo se podría decir de los míos. Volvimos a besarnos, pero esta vez con decisión. Junté las manos en su nuca, rodeando con mis brazos su cuello, y él las juntó en mi espalda, rodeando mi cintura. Comenzamos a hacer bailar nuestros labios suavemente y fuimos aumentando la intensidad a medida que la pasión iba creciendo. La magia había fundido nuestros dos cuerpos en uno sólo y apenas notaba ya sus manos suaves acariciando mi cabello castaño mojado, deslizándose sobre la camisa empapada que bordeaba mi cuerpo delgado. Apenas notaba el tacto de su espalda fibrosa, de sus brazos fuertes. Lo único que sentía eran sus labios carnosos jugueteando con los míos, su dulce lengua danzando con la mía en torno al fuego de nuestra pasión, al son de un vals secreto. Lo único que podía desear es que aquello no acabara nunca.

            Seguimos besándonos mientras la góndola comenzaba a hundirse progresivamente (nunca comprendí por qué ocurrió, acaso fuera el peso de nuestro amor eterno, pero poco importa). Flotamos sobre el agua por un momento, como si la belleza del momento nos sostuviera, antes de empezar a caer nosotros también. Cuando despegó su boca de la mía (algo que, instantes antes, hubiera creído imposible), me di cuenta de que nos estábamos hundiendo irreversiblemente en las aguas del Gran Canal de Venecia. El miedo se apoderó de mis ojos e intenté mascullar algo que se perdió en forma de burbujitas que ascendieron a explotar a la superficie. Él depositó un último y mágico beso, mucho mejor que cualquiera de los anteriores, y me susurró al oído:

            -Cierra los ojos.

            Yo, aterrada, era incapaz de obedecerle e intenté gritar que nos estábamos ahogando, pero mi boca se volvió a llenar de agua. Él clavó sus ojos verdes e infinitos en los míos y por un momento fueron lo único que vi en el mundo. Después, él me dedicó la más sincera y preciosa de sus sonrisas y se alejó hacia la superficie nadando. Yo cerré los ojos y me dejé caer.

            Desperté al día siguiente cuando el sol, a mitad de su ascensión, entraba por las ventanas abiertas de mi habitación con paredes de color amarillo. Tenía la ropa seca. Me levanté, muda, y lo primero que vi fue una nota en la mesita. Estaba escrita con letra cursiva, letra cuidada y concretamente la más bonita que haya visto jamás en mi vida.

            Espero que me encuentre pronto, signorina.

            En efecto, no tardé mucho en encontrarlo. Sin embargo, siempre habrá un hueco en mi memoria, en mi corazón, para el gondolero de los ojos verdes y los besos mágicos que siempre seguiré añorando. Nunca volví a verlo.

martes, 5 de julio de 2011

La magia de Venecia


            Llegué a Venecia a finales de abril, concretamente un día soleado. Me alojaba en el hotel Canal (de tres estrellas), en frente de la Ferrovía. Hasta llegar allí, tuve que cruzar varios de esos lindos puentes venecianos con escaleras. En cuanto a la estética y el ambiente, eran preciosos, pero no resultaban precisamente cómodos cuando una tenía que arrastrar una maleta con ruedas. El hotel, en principio, me pareció un poco cutre. Pero me dije: “No pasa nada, estás en la isla principal de Venecia, eso es suficiente. Sufrir un poco de vez en cuando hasta es bueno”. En la recepción me esperaba un hombre que apenas entendía mi español, así que acabamos derivando al inglés para alcanzar un mayor grado de comprensión mutua. Me dio la llave y me indicó por dónde subir. “No hay ascensor”, me dijo. Empecé a ascender por aquellos escalones estrechos enfundados en un tapiz rojo que pretendían otorgarles un glamour arrebatado a primera vista por la capa de polvo y suciedad acumulada sobre ellos, especialmente en las partes laterales. Las paredes tampoco estaban mucho más limpias y poco quedaba del blanco que pudieron ostentar un día. Mientras portaba la pesada maleta en mi mano derecha haciendo paradas momentáneas en los descansillos para recobrar el aliento, observé en mi mano izquierda la llave que me acaban de dar. Era dorada, con el número 203 grabado en negro y estaba unida a un peso que prevenía a los huéspedes de llevársela de paseo.

            Un par de vueltas de la cerradura y la puerta se abrió con un débil quejido. Me encontré ante una habitación más bien pequeña, con las paredes pintadas de un amarillo feo. Muebles rústicos con motivos dorados que le daban cierto aire barroco, así como una cama estrecha y corta (de no haber sido yo de estatura un poco pequeña no hubiera cabido por completo) con una manta vieja cubriendo las sábanas bien dobladas. Dejé mi maleta encima de la cama y saqué la ropa para deshacer las arrugas que le había formado el trajín de la maleta. Fui al baño a hacer mis necesidades. Mientras tanto, observé mi alrededor atentamente. La ducha con bañera no prometía ser demasiado buena (y, en efecto, no lo sería), pero al menos todo parecía tener una higiene aceptable. Me quedé un momento mirando una cuerdecilla que colgaba del techo, preguntándome si sería la cadena del wáter. Una vez hube acabado tiré de ella, pero no surtió efecto alguno. Miré un momento a mi alrededor y vi que en la parte superior de la cisterna había un botón. Dejé escapar una risita por mi estupidez y me dispuse a lavarme las manos. Después, fui de nuevo a observar la cuerda y vi que al lado de la misma había un cartel que susurraba a escondidas: “Alarm”. Mis mejillas se tiñeron de rojo. Esperé que estuvieran acostumbrados a los despistes y nadie subiera preocupado en exceso. De hecho, así fue, porque nadie subió, aunque al final no supe si tomármelo a bien. ¿Y si hubiera tenido una urgencia de verdad? Preferí no pensar en ello.

            Salí de la habitación, di dos vueltas a la llave y la saqué de la boca dorada de la puerta. Bajé por las escaleras pisando con cuidado el resbaladizo tapiz rojo que redondeaba las esquinas de los escalones y deposité la llave en la recepción. El mismo hombre que me había atendido antes asintió con la cabeza desde un poco más allá, donde conversaba con algún otro cliente, y masculló un “Ciao” que respondí con poco más que un movimiento de labios. Tiré de las dos puertas sucesivas que marcaban la entrada y salí a la calle.

            Me quedé un momento pasmada, sin saber qué hacer. La brisa removió mi camisa de cuadros marrón, verde y blanca y acarició mis piernas delgadas descubiertas por los shorts vaqueros. El sol calentaba mi cara con su cálida timidez primaveral. Todo ello me arrancó una sonrisa de los labios y entonces supe que el día marcharía bien. Saqué el mapa que el recepcionista me había regalado (sólo por ser el primero) y discerní el camino que seguiría. Eran las 7 u 8 de la tarde (ya no recuerdo), así que no faltaría mucho para que anocheciera, luego debía darme prisa sin quería ver la plaza San Marcos. Elegí uno de los dos trazados subrayados con amarillo en el mapa, el situado más al norte, que pasaba por Giacommo dell’Orio, S. Cassan, la plaza Beccaire, deteniéndose por un momento en la figura destacada del puente de Rialto. Ascendí por la parte central, donde entre el barullo de gente pude ver las tiendas y mercadillos ambulantes que estaban situadas allí sacando negocio de los turistas. Sin embargo, era innegable que le daban una atmósfera especial a la ciudad, que iban a completar aquel conjunto maravilloso y único que formaban los canales y las góndolas, los edificios desconchados y tumbados que se arrimaban los unos a los otros, como queriendo abrazarse, pero sin llegar nunca a compartir una caricia.

            Descendí por la parte exterior del puente, observando sus arcadas desde detrás y, después, el agua verdosa del canal que discurría por debajo. Tras cruzarlo, avancé recto hasta encontrar una calle perpendicular más amplia: Marzalia 2 Aprile. Seguí por ella y giré hacia la izquierda por una callejuela estrecha (S. Salvador), después hacia la derecha y a la izquierda de nuevo. Crucé un puente y giré a la derecha por segunda vez, encontrándome con una tienda de Ferrari a la cual no presté mucha atención, a pesar de que levantaba expectación entre los turistas. Finalmente enfilé la entrada por debajo de la torre de l’Orologio. Para cuando pisé por primera vez la plaza San Marcos ya había anochecido. Había muy poca gente (para lo que luego descubriría que era habitual), ya que casi todos habían marchado ya a cenar o incluso a dormir.

            La primera imagen que ha quedado grabada en mi memoria es la de la plaza gigante iluminada por la luz tenue de las farolas, que envolvía todo en un halo aún más idílico. Giré la cabeza hacia la Basílica de San Marcos y pude contemplar la grandiosidad de sus cúpulas, sus arcos y sus detalles dorados, que emitían fulgores de estrellas en mitad de la noche oscura y sin luna. Me acerqué a ella hasta que casi pude tocarla, separada tan sólo por las vallas que la rodeaban (aunque no puedo negar que estuve tentada de saltarlas). Una vez mis ojos volvieron a su tamaño natural y mis pupilas hubieron embebido toda la majestuosidad de aquella visión, despegué la vista de la basílica, comencé a caminar hacia el mar. Me acerqué con pasos lentos. No tenía prisa por abandonar aquel lugar de ensueño. Antes, me sorprendió encontrar a mi izquierda el Palacio Ducal, con su galería de arcos innumerables y su muro liso de mármoles rosados y blancos, que se elevaba con la grandeza y el orgullo de quienes, muchos años atrás, habían vivido en su interior. Continué caminando y llegué al borde de la plataforma de madera sobre el agua, donde pequeños embarcaderos hincaban sus dientes en el mar. Las góndolas negras atadas a los postes de madera se mecían suavemente en el mar de medianoche.

            Medianoche. Casi eran ya las 12, debía regresar al hotel. Me fui a levantar cuando de repente oí una voz a mi espalda.

            -Buon giorno, signorina –sus palabras llegaron como un torrente dulce hacia mí que hizo bajar un escalofrío por mi espalda.

            Me giré rápidamente y me levanté. Observé al hombre que me hablaba. Era un gondolero, con su habitual camiseta de rayas negras y blancas y pantalón negro. En la cabeza portaba un sombrero de mimbre con una cinta también negra que lo rodeaba y caía por detrás hasta su nuca. La sombra proyectada por el ala del sombrero le tapaba la cara, ya oculta de por sí por la noche que había envuelto la plaza, pero aún así pude entrever el brillo de unos ojos verdes en la oscuridad y una sonrisa sincera.

            -Buona… sera –repliqué, algo perpleja aún. Mi italiano no estaba demasiado pulido.

            -Sera no, signorina –dejó escapar una risita-. Giorno -me sonrió-. ¿No ve todos aquellos soles que nos iluminan? –señaló a las farolas encendidas de la plaza San Marcos.

            Fruncí el ceño, pero no pude evitar que una sonrisa divertida se dibujara entre mis labios. Ciertamente, parecía ser un hombre peculiar y divertido.

            -Sin embargo –continuó-, más allá de los soles, hay muchas callejuelas estrechas y oscuras donde una joven debería llevar cuidado. Es peligroso. ¿No preferiría volver al hotel con un precioso paseo en góndola? Le aseguro que no habrá tenido jamás experiencia más maravillosa. Cuando la noche cae, la magia se apodera de Venecia –estas últimas palabras vinieron cargadas de un halo misterioso, de un enigma implícito que entonces no llegué a entender.

            No sé qué tipo de temeridad me llevó a aceptar la propuesta, ni por qué ese extraño gondolero me inspiraba tal confianza con su sonrisa sincera como para no considerar un peligro volver sola al hotel con un desconocido. Ni siquiera me paré a pensar, ahora recuerdo, cómo es que sabía que yo me alojaba en un hotel. Aunque tampoco era difícil de imaginar, supongo que el mapa desgastado y roto en mis manos me delataría como turista.

            Me encontré pronto sentada en su góndola negra y con motivos dorados frente al Palacio Ducal. Detrás de mí, el gondolero se colocó en su sitio y empezó a hundir el remo en el agua. Con movimientos suaves y acompasados, fui viendo alejarse las luces de las farolas de San Marcos. Dorsoduro apareció a nuestra izquierda y entramos en el Gran Canal.

            -Si me lo permite, le relataré una historia, señorita –su voz me llegaba a ciegas desde detrás de mi espalda, envuelta en los susurros del agua al deslizarse por la superficie de la góndola y en los chapoteos de las batidas del remo. Yo me quedé callada, absorta por la belleza del paisaje que contemplaba. Prefería no romper la quietud reinante con mis palabras torpes, no fuera que la magia desapareciera de pronto.

            -Es la historia de una joven que se enamoró de un gondolero en este mismo escenario: Venecia. Era de noche y él le ofreció un paseo en góndola para volver al hotel –noté como sus labios se abrían en una sonrisa dejando escapar un suspiro al aire, mientras yo soltaba una risita nerviosa-. Sólo hizo falta una mirada entre los ojos verdes de él y los ojos avellana de ella para que sintieran muy adentro, en el corazón, que estaban destinados a intercambiar un beso, el beso más hermoso del que podrían disfrutar en toda su vida. Así pues, iniciaron el paseo. Fueron navegando al son de las batidas de remo del gondolero, mientras éste tarareaba canciones italianas que alegraban los oídos españoles de su joven dama –casi pegué un respingo. Había notado el acento español en las dos únicas palabras que había pronunciado. De entre sus labios escapó una carcajada cristalina como el agua que surcaba la góndola y la mecía-. Al llegar a la altura del hotel, amarró la góndola al embarcadero. Se miraron un instante e intercambiaron un beso dulce y apasionado. Después, la joven bajó al embarcadero, mientras que él comenzó a deshacer el nudo que fijaba la góndola al poste de madera. Ella lo miró con anhelo, con deseos de volverlo a ver y disfrutar de nuevo de su presencia y sus besos. Él se despidió con una sonrisa sincera en los labios y un movimiento delicado de mano. Nunca se volvieron a ver.

            Se quedó en silencio, esperando mi reacción. Yo había quedado completamente absorta con su historia y había sentido que los latidos de mi corazón aumentaban y mis ojos emitían un brillo especial en el momento del beso. Con el final triste, una lagrimilla descendió por mi mejilla izquierda. Pasaron unos diez minutos hasta que volvió a hablar.

            -Igualmente, sólo son historias. No tienen nada de verídico. Imaginaciones de un pobre artista soñador. No os preocupéis por ellos, están ciegos. La realidad siempre supera los sueños –me sonrió dulcemente. Yo le devolví la sonrisa, no sabía qué responder a sus profundas palabras. Dejó escapar un suspiro y después una de esas carcajadas cristalinas que parecían hacer vibrar cada fibra de la góndola y de mi propio cuerpo. Yo respondí también a la carcajada, invadida por un impulso extraño. ¿Qué otra opción me quedaba?

            Continuamos el paseo en silencio durante media hora más y finalmente llegamos al hotel. Ahora me asusta (o, al menos, me sorprende) pararme a pensar que sabía dónde me alojaba sin que yo le hubiese dicho, pero en aquel momento estaba poseída por el nerviosismo de la despedida y no tuve en cuenta ese detalle. Amarró la góndola al embarcadero y se volvió hacia mí. Yo ya me había levantado. Se acercó hasta que sentí que nuestros cuerpos se rozaban, cerró los ojos y se inclinó para dejar sus labios muy cerca de los míos. Abrió de nuevo los ojos y su mirada verde penetró hasta el más recóndito lugar de mi alma. Intenté dejar el miedo a un lado, cerré los ojos y terminé de unir nuestras bocas en un beso tímido. Tras ese primer contacto, nos volvimos a separar unos milímetros. Nos miramos de nuevo a los ojos. Los suyos resplandecían con un poderoso brillo de pasión y creo que lo mismo se podría decir de los míos. Volvimos a besarnos, pero esta vez con decisión. Junté las manos en su nuca, rodeando con mis brazos su cuello, y él las juntó en mi espalda, rodeando mi cintura. Comenzamos a hacer bailar nuestros labios suavemente y fuimos aumentando la intensidad a medida que la pasión iba aumentando. La magia había fundido nuestros dos cuerpos en uno sólo y apenas notaba ya sus manos suaves acariciando mi cabello liso y castaño, deslizándose sobre mi cuerpo delgado. Apenas notaba el tacto de su espalda fibrosa, de sus brazos fuertes. Lo único que sentía eran sus labios carnosos jugueteando con los míos, su dulce lengua danzando con la mía, en torno al fuego de nuestra pasión, al son de un vals secreto. Lo único que podía desear es que aquello no acabara nunca.

            Seguimos besándonos mientras la góndola comenzaba a hundirse progresivamente (nunca comprendí por qué ocurrió, acaso fuera el peso de nuestro amor eterno, pero poco importa). Flotamos sobre el agua por un momento, como si la belleza del momento nos sostuviera, antes de empezar a caer nosotros también. Cuando despegó su boca de la mía (algo que, instantes antes, hubiera creído imposible), me di cuenta de que nos estábamos hundiendo irreversiblemente en las aguas del Gran Canal de Venecia. El miedo se apoderó de mis ojos e intenté mascullar algo que se perdió en forma de burbujitas que ascendieron a explotar a la superficie. Él depositó un último y mágico beso, mucho mejor que cualquiera de los anteriores, y me susurró al oído:

            -Cierra los ojos.

            Yo, aterrada, era incapaz de obedecerle e intenté gritar que nos estábamos ahogando, pero mi boca se volvió a llenar de agua. Él clavó sus ojos verdes e infinitos en los míos y por un momento fueron lo único que vi en el mundo. Después, él me dedicó la más sincera y preciosa de sus sonrisas y se alejó hacia la superficie nadando. Yo cerré los ojos y me dejé caer.

            Desperté al día siguiente cuando el sol, a mitad de su ascensión, entraba por las ventanas abiertas de mi habitación con paredes de color amarillo. Me levanté, muda, y lo primero que vi fue una nota en la mesita. Estaba escrita con letra cursiva, letra cuidada y concretamente la más bonita que haya visto jamás en mi vida.

            Espero que me encuentre pronto, signorina.

            En efecto, no tardé mucho en encontrarlo. Sin embargo, siempre habrá un hueco en mi memoria, en mi corazón, para el gondolero de los ojos verdes y los besos mágicos que siempre seguiré añorando. Nunca volví a verlo.

domingo, 5 de junio de 2011

La verdad sobre el asesinato de Santiago Nasar

(Trabajo para la clase de Lengua y Literatura que consistía en narrar un capítulo de "Crónica de una muerte anunciada" de García Márquez desde el punto de vista de otro personaje, aunque tampoco está tomado muy literal... simplemente es otra visión del libro en conjunto.)



            Han pasado ya tantos años desde aquello que preferiría no recordarlo. Sin embargo, ha llegado a mis manos un ejemplar de “Crónica de una muerte anunciada” y mi conciencia me estrujaría la cabeza hasta matarme si dejara este extraño caso derivar hasta el mar del olvido envuelto en tantas mentiras inocentes. Si os inquieta el corazón, os aclararé una cosa: no es culpa del narrador, él está tan engañado como ustedes, sus lectores, y como todo aquél que no estuvo presente en la tragedia. No es culpa, tampoco, de ningún perverso político (aunque no nos hallemos faltos de ellos) ni de ningún magnate del petróleo ni de los campos de caña de azúcar que sustituyeron a la hacienda de Santiago Nasar. El culpable de todo esto es un hombre, un militar poderoso que obró movido por una venganza que le obligaba a llevar a cabo su ego infinito: Petronio San Román. Suya y, por supuesto, de todos aquellos partícipes y testigos de la tragedia (amigos o no del fallecido, poco importa) entre los que me incluyo, que callamos la boca por dinero, que transmitimos una noticia falsa que se acabaría propagando por todo el mundo y nos condenamos a tener la conciencia sucia de oro para el resto de nuestra vida. Yo, hoy el primer desertor del dinero (el Señor me perdone por no haberlo hecho antes), me propongo limpiarla si es que aún es posible, si es que aún no se levantarán los árabes enfurecidos a quemar mi casa y este pueblo de asquerosos y avariciosos hipócritas (entre los cuales me encuentro).

(Antes de comenzar el relato, pido ante todo piedad y misericordia al Señor por tratar yo, un representante suyo en esta tierra de pecado, temas tan obscenos y perversos. Sirva de excusa para conseguir su perdón que mi conciencia exija un acto de penitencia en Su honor).

            En realidad, quien mató a Santiago Nasar fue Petronio San Román. No con el filo de un cuchillo en sus propias manos, por supuesto, sino con el aún más hiriente filo del dinero. Y, como se podrán imaginar, fue un precio altísimo el que este señor (maldito sea, que hoy seguramente arde en el Infierno) hubo de gastar en comprar a todos aquellos testigos entre los que se incluía el mejor amigo de Santiago Nasar: Cristóbal (“Cristo”, como le llamaban) Bedoya. Sin embargo, no fue él por quien tuvo que pagar el mayor precio (al fin y al cabo, poco le importaba el oro a este endemoniado nacional), sino por los ejecutores del crimen que, como todos ustedes saben, fueron los hermanos Vicario. A ellos, a su familia en general, los pagó con el matrimonio de su hijo con Ángela Vicario. Sí, sé que el narrador de la crónica se refiere a ellos diciendo que acabaron volviendo a estar juntos únicamente muchos años después de la tragedia. Eso, como tantas otras cosas que no me detendré a enumerar por temor a que mi corazón se encoja hasta estallar, es mentira. Huyeron desde el primer momento los dos juntos, pero se aseguraron de que nadie así lo supiera. Al fin y al cabo, no era tan difícil, en su apartado lugar de exilio no vivía casi nadie y pasaban aún menos viajeros.

            Yo nunca hubiera sido consciente de esta trama (y cuántas veces me he lamentado de ello) si el doctor Dionisio Iguarán no hubiese estado ausente para hacer la autopsia. Todo sucedió tan rápido que me perdonarán mis lectores si me detengo poco en los detalles, pero la precipitación sin orden ni sentido alguno (hasta tiempo después, que comprendí todo) y mi avanzada edad se lo impiden a mi memoria. La noticia me llegó como un viento enorme venido de más allá de los rugientes mares, entre las selvas de platanales. Mi corazón, aún inocente entonces, se acongojó y corrió al campanario de la Iglesia para doblar las campanas en pésame por el alma del difunto, que en aquellos momentos aún se alzaba hacia el cielo ante todos aquellos que aún no nos habíamos vendido a Petronio y podíamos soportar el alzar la mirada y observarlo ascender en paz, aunque las lágrimas cayeran de nuestros ojos. Al volver a bajar las escaleras del campanario, me sobresaltó una sombra que se abalanzó hacia mí y me acorraló contra la pared, apretando contra mi pecho su bastón de ébano barnizado con un grabado dorado del escudo nacional. Yo me asusté y creo que (el Señor me perdone), solté alguna palabra malsonante que de ninguna boca debiera salir nunca. Mientras intentaba reconocer al hombre cuya cara tapaba un sombrero negro de copa inclinado y que portaba un traje con multitud de medallas de guerra, me susurró con una voz que olía profundamente a tabaco (todo hay que decirlo: del puro, del bueno):

            -Va a hacer la autopsia del cadáver.

Mi estómago, que profesaba repulsión al olor dulzón de los muertos, se revolvió de solo pensarlo.

            -Pero… debería hacerla el doctor Iguarán… -respondí con una nota de temor en mi voz. A muchas personas malvadas no les gusta que les repliquen.

            -Lo hará usted. El doctor Iguarán está de viaje –ésa fue también la versión oficial de los hechos. Sin embargo, como me enteraría después, el doctor Iguarán se hallaba en realidad muerto por no haber sucumbido ante la avaricia y haber negado el trato de Petronio.

Cuando me presentaron el cadáver, que ya había empezado a descomponerse, en la camilla donde debía hacer la autopsia, se me revolvieron las tripas de una forma tal que casi me salieron por la boca y quedo en un estado muy similar al del propio muerto (el Señor me perdone por describir con transparencia actos mundanales y obscenos, pero me veía obligado a anotarlo). Cuando vi, al lado, la cuchilla (si es que así se podía llamar) con la que debía hacer la autopsia, se me cayó el alma a los pies. Yo nunca había hecho nada parecido. Y, de hecho, fue casi peor que el propio crimen: una auténtica carnicería humana. Lo único que pude sacar en claro de aquel amasijo de sangre, cortes y tripas fue que la noticia que se extendió por todo el mundo y que incluiría en su sumario el juez (también comprado por el señorín acaudalado) fue, como tantas otras cosas, falsa. En realidad, los cortes nada tenían de imprecisos y serrados como los que pudiera haberse esperado de unos cuchillos viejos y usados de carnicero que se dijo que portaron los hermanos Vicario. Los cortes eran perfectamente limpios y rectos. Ustedes solos podrán, sin duda alguna, llegar a mi misma conclusión, aunque no os halléis llenos de sangre como yo estaba: los cuchillos eran en realidad de muy buena calidad, conseguidos, como todo, por el poder adquisitivo de Petronio San Román. Ahora me preguntarán: ¿por qué dijo todo lo contrario en el informe de la autopsia? Corrupción (el Señor me perdone), mis lectores, aquella bolsa llena de oro en el bolsillo interior de mis hábitos.
¡Aún me lamento de aquello! Si el doctor Iguarán hubiera estado presente, yo hubiera seguido siendo tan inocente como me levanté aquella maldita mañana: enfadado por la hipocresía de todas aquellas gentes que acudían al puerto con sus mejores ropas y regalos a saludar al obispo que venía en buque, y después volvían molestos y refunfuñantes a sus casas, escupiendo palabras que mejor no nombro, porque no se había detenido. La conducta del obispo es normal, digo yo (aunque sólo el Señor me escuche), tiene una explicación lógica y coherente. Y es que el desagrado que profesa por este pueblo se debe a la mezquindad de sus gentes, de la que todo este asunto que venía a aclarar no es más que otra manifestación más, al igual que aquella primera vez que el obispo pasó a saludar con la intención de pararse y nadie salió a recibirlo. Sólo cuando se enteraron de que dejó generosos regalos a todos aquellos que, benditos, sí salieron a recibirlo, se propusieron seguir el ejemplo para el año siguiente. Por supuesto, el obispo, con la clarividencia otorgada por el Señor, pudo ver a través de sus sucios ojos el interés que en realidad corroía su alma y se negó a detenerse en este (maldito) pueblo. Y, desde entonces, las gentes se enfadan y escupen cada vez que pasa, sin que sus siempre avariciosos corazones pierdan jamás la esperanza de recibir uno de esos generosos regalos que, desde luego, no están destinados a ellos.

No obstante, tampoco me puedo quejar del todo. Al menos no fui pagado para estar presente y ser partícipe de toda aquella farsa en el momento exacto del crimen. (O, quizá, haya de lamentarme por ello, pues, como me gusta pensar, de haber sido así me hubiera horrorizado y hubiera renegado de tomar parte de aquello, aún a costa de mi propia vida, como el santo del doctor Dionisio Iguarán). Y es que aquello debió de ser vergonzoso. Tantas personas, incluso su mejor amigo, Cristóbal (“Cristo”, le llamaban) Bedoya, observando el crimen, yendo de un lado para otro en trayectos que ya habían sido planeados con anterioridad para conformar una gran mentira bien organizada y determinada… Sólo de pensarlo me arrugo aún más de lo que ya de por sí me ha arrugado el tiempo amargo de penitencia y silencio que hasta hoy he vivido. Según me enteré después por fuentes que prefiero no citar, debían de estar todos los implicados caminando alegremente por la zona, sin un atisbo de tristeza en su mirada, sino más bien lo contrario: alegría porque su estómago de infinita avaricia estaba lleno para el resto de sus vidas con aquella suculenta (y maldita) bolsa dorada. Comentan, incluso, que comparaban su oro entre carcajadas, bien mirando el tamaño o bien escuchando el retintín que emitían las monedas al sacudir la bolsa. Y, también, que cuando los hermanos Vicario estaban apuñalando a Santiago Nasar contra la puerta de su propia casa, las gentes del pueblo gritaban lo que yo, desde lejos que me encontraba, pensé primero (inocente) que eran gritos de horror y luego (pecador) me di cuenta que eran gritos de júbilo que se intensificaron en una ovación cuando consiguieron al fin matarlo, a pesar de que se resistiera pues, por gracia de Dios, pudo ir a despedirse de su buena madre. No importa, todos ellos (como yo) arderán en el Infierno (el Señor me perdone por intentar juzgarlos, poder que sólo Él puede ostentar, pero los inmundos actos de estas gentes corresponden al máximo grado de deshumanización, egoísmo y perversión posibles).

La única pobre inocente (me alegro por ella de que muriera como tal, sin llegar a leer estas palabras mías que la hubiesen apenado más aún si cabe que la muerte de su hijo) que pudo llorar en el entierro de Santiago Nasar sin temor a que la tormenta que se acumulaba sobre nuestras cabezas descargara un rayo de justicia divino sobre ella fue su propia madre, Plácida Linero. Incluso sus criadas estaban enteradas de lo que iba a suceder, pero tal era el odio de Victoria Guzmán profesaba al “blanco” (como ella le llamaba) que apenas tuvo que comprarla también Petronio, sino que más bien se ofreció por propia voluntad. No fue igual el caso de su hija Divina Flor que, como bien señala el narrador de la crónica citada al principio del presente escrito, dejó sin tranca la puerta de la casa para que Santiago Nasar pudiera entrar (aunque, como sabrán por dicha crónica, luego su inocente madre la cerraría sin saber que así condenaba a su hijo). No es por tanto de extrañar que fuera raptada unos días después y se la encontrara semanas más tarde desangrada y medio putrefacta, cortada en mil trozos y violada aún más veces, en un cercano bosque de plátanos. El nuevo crimen fue asociado a unos gauchos vandálicos que se rumoreaba que solían pasear por la zona en aquel momento, aunque no han de dudar que fue obra, una vez más, del maldito y malvado Petronio San Román.

No quisiera cansar demasiado al lector, pues nunca fui un literato y probablemente mis palabras lleguen densas y cansadas a sus oídos (en realidad, salen de igual forma de la tinta de mi pluma, pues de igual forma me encuentro yo). Así pues, no me extenderé mucho más. Tan sólo quisiera hacer referencia a la persistente idea que se forjó en la imaginación del narrador de la citada crónica, la cual era que la muerte de Santiago Nasar se produjo después de una sucesión de casualidades que únicamente pudieron haberse dado por un juego trágico y amargo del destino. Como ya habrán alcanzado a comprender a lo largo de mi exposición (o, más bien, confesión), esto no es cierto, y si el cronista llegó a tal conclusión es precisamente por su desconocimiento de los verdaderos hechos que allí acontecieron, pues todos los testigos que cita en el libro tenían su boca aún manchada de oro (y miedo a las consecuencias de una traición), a pesar del paso del tiempo. En realidad, todas y cada una de las “casualidades” fueron preparadas minuciosamente por Petronio San Román, como si fuera un hombre de estos que hoy en día llaman “psicópatas”, pero yo prefiero atenerme a la verdad divina y decir, sin temor al error, que estaba poseído por el mismísimo Diablo, pues no puedo concebir tal abyección en un alma humana.

Y ahora sí, sin más, me despido de ustedes, mis lectores (perdónenme de nuevo mi torpeza al despedirme, pues nunca había redactado un escrito similar a éste y no conozco los formalismos que se han de seguir). Si alguno quisiera, como el narrador de la ya tantas veces citada crónica, hacer una recopilación de los hechos que en verdad ocurrieron, deberá de acudir a su imaginación para encontrarlos si no le satisface el presente escrito, pues no quiera el Señor que horrores tan poderosos se muestren a nuestras almas, desprovistas de defensas contra los actos del mismísimo Diablo, ni sea bueno remover aguas revueltas después de tanto tiempo. Hemos de pasar página y dejarlo atrás, únicamente extrayendo la moraleja: hemos de cuidarnos del poder del dinero, que casi todo lo vence y a tantos corrompe. De esta forma, no conseguiréis que mi boca (aún manchada de aquel oro) ni mi pluma vuelvan a pronunciar palabra sobre aquello, además de por las razones citadas, porque, si no me falta la fuerza para hacer una última buena obra una vez finalice el presente escrito, me hallaré en el Infierno para expiar mi pecado. Quizá incluso vuelva a ver a aquel maldito Petronio San Román y me tire a su cuello, furioso, a matarlo (allá abajo no estará el Señor para suplicarle clemencia), aunque ya nada valga la pena ni nada importe pues nos hallemos los dos muertos y condenados.

Fdo.
El pecador Carmen Amador

viernes, 27 de mayo de 2011

Reclamo el beso que me corresponde


Reclamo el beso que me corresponde
por haberte mirado a los ojos
todas y cada una de las mañanas del año.

Reclamo el beso que me corresponde
por haber observado tus pasos
todas y cada una de las tardes del año.

Reclamo el beso que me corresponde
por haberte imaginado en sueños
todas y cada una de las noches del año.

Las estrellas son testigos.
Ellas me escucharon hablar de ti
con los ojos brillantes, sentado en el tejado
o quizá en aquel banco donde te apoyabas
(todas y cada una de las mañanas del año)
mientras yo esperaba oculto a tener valor para decirte
(muy cerca, casi en los labios):

"Reclamo el beso que me corresponde
por haberme enamorado
todos y cada uno de los instantes del año."

Ven y dime...


Ven y dime que te has ido.
(No importa ya
si de verdad te fuiste.
Lo sé, lo sé).

Ven y dime que te has ido,
que ya nunca volveré a encontrar tu sonrisa dulce
cada mañana
ni a oír tu voz
alegre que despertaba a los niños.

Ven y dime que te has ido,
pero dímelo en un susurro,
al oído, donde nadie escuche,
donde nadie pueda ver mis labios
rozando los tuyos.

No pido otra cosa.
Ven y despídete, al menos,
con un beso rápido.
Un beso de esos
que sueltas al aire, sin sentido,
sin darte cuenta.

sábado, 14 de mayo de 2011

Lágrimas de góndola


Me despido, Venecia,
con lágrimas en forma de góndola
que irán a surcar tus canales y tus venas.

Me despido, Venecia,
pero no es a ti sino a mí a quien dejo
escondido en un estrecho callejón
entre tus casas cariñosas.
(Un lugar que sólo aparece en los mapas rotos)

Me despido, Venecia,
como quien apaga una vela en la noche.
Me iré a dormir,
pero espero verte, de nuevo, mañana encendida.

sábado, 30 de abril de 2011

Juramento


Muchas veces, intentamos fijar nuestros sueños en aquello que nosotros mismos creemos imposible. Quitad esa idea de vuestra cabeza. Sustituidla por ésta: la palabra "imposible" es una creación de las personas mayores, que han perdido la esperanza en el mundo. Una costumbre que nos inculcan para cuadrar nuestro aún inexperto y dubitativo cerebro (como os dirían las personas mayores: "algo muy práctico"). Pero, como todas las cosas creadas por las personas mayores, la palabra "imposible" es imposible. Fue inútil, efímera, y ahora está muerta. Sí, muerta. ¿No me creéis? La tiraron a un cubo de basura y allí se pudrió mucho tiempo (las cosas malas siempre se resisten a dejar este mundo), inundándonos a todos con su olor feo. Pero ahora por fin ha desaparecido. Sí, podéis venir a verlo vosotros mismos. ¡Venid todos! Mirad. No existe ya. ¿No es maravilloso? ¡Ha desaparecido! ¿O es que acaso la sentís aún? Mirad al norte, al sur, al este y al oeste. Mirad dentro de vosotros mismos. ¿La sentís? ¡No! ¡Ha desaparecido! ¿No es maravilloso? ¡Ya podéis gritar, correr, saltar, reír tranquilos! ¡Podéis ser felices de una vez por todas! ¡Sí, sí, sí! Gritad conmigo: ¡Ha desaparecido!


Siempre que puedan sonreír mis sonrisas,
siempre que puedan llorar mis lágrimas,
siempre que puedan reír mis carcajadas,
siempre que puedan brillar mis miradas.
Siempre que puedan divertir mis juegos,
siempre que puedan sonar (de lluvia) mis ventanas,
siempre que puedan girar y girar mis peonzas,
siempre que puedan hablar mis peluches.
Siempre que puedan volar las amapolas,
seguiré siendo
por siempre, siempre y siempre
un niño.