martes, 30 de marzo de 2010

Aceptar

He de aceptarlo. Aceptar que nunca
volverás a ser mía.
Que nunca volveré a sentir tu cuerpo cálido
entre mis brazos y mis manos no podrán
volver a perderse entre tu cabello castaño.
Que nunca volverán aquellas tardes y noches,
en aquel banco, besándonos
en aquel dulce juego de enamorados.

Pero... ¡duele tanto! No puedo.
No puedo concebir no volver a verte
como lo hice un día
(hasta hace tan poco...).
No. Mis lágrimas gritarán al vacío
palabras de amor que habrán de perderse
como si nunca hubieran existido.

Madurarán y se marchitarán mis ojos
y conseguirán olvidarte. Pero mis labios no,
mis labios seguirán esperando los tuyos
en aquel parque oscuro,
noche a noche, sentados en aquel columpio
donde por primera vez se encontraron.



En silencio

Todos esos sueños que un día alimentaron mi alma,
¿qué son hoy sino polvo que arrastra el viento?
Todos esos horizontes místicos al alba,
esas noches estrelladas de manos unidas,
de palabras de amor y labios hablando.
Toda esa felicidad que me inundaba,
¿quién me la robó y la guarda?

Una mariposa de cartón se deshace
en el horizonte como arena al viento:
en silencio.



Duele

Mis lágrimas callan y callan los pájaros
en perfecta sintonía armoniosa de silencio.
Intento hacer como si nada ocurriese,
ser amable con todo el mundo.
Pero no puedo. Duele, sí, duele.
Siento como si siempre hubiera tenido dentro
mil y un esquirlas punzantes de hielo.
Hoy, feliz Día de los Desenamorados,
se han dispuesto a caer todas juntas
atravesando mi pobre corazón solo.
¿Quién escribirá a la noche
palabras que alimenten mi alma
sino ya sólo yo mismo, solo, perdido y roto?



Recuerdo

Mi voz olvidará decir "te quiero" a tu oído
y mi boca, la tuya y tus besos.
Mas no hemos de preocuparnos,
cada vez que oigamos cantar a los pájaros,
a la mañana, sabremos que no hemos muerto;
y volverá amargo a nuestra mente
nuestro propio recuerdo.



Reflejo

Miro por la ventana.
Observo los árboles descarnados,
sacudidos por el viento,
y la hierba seca del parque.
En el cielo, un manto completo de nubes negras
se desplaza uniformemente y en silencio.
Abajo, los coches aparcados también callan.

Observo la ventana (el resto ya desapareció)
y aparece tu reflejo.
Extiendo suavemente la mano hacia el cristal
a la vez que mi boca busca la tuya.
Pero tu reflejo se evapora como si fuera blanca niebla
y mis labios solo alcanzan a rozar
levemente el vidrio frío, cubierto de vaho,
donde quedan dulcemente marcados.



Volveré

¿Volverán mis ojos a brillar un día?
¿Volveré a sentir el calor de un cuerpo,
de un alma tan perfecta como la suya=
Quién sabe.
Yo sólo sé que, de momento, volveré a llorar.



14-2, San Valentín

San Valentín. Allá fuera, se regalan
los enamorados cosas sin valor
que solo valen lo que ellos mismos sienten.
(Posiblemente, mucho menos del precio real del objeto).

Allá fuera, entrelazan dulcemente sus manos
y, aún por sólo un instante,
caen en el ensueño de la felicidad.
(Probablemente, despertarán mañana).

Allá fuera, hace frío.
Pero no les importa. Ellos,
rezando juntos palabras de amor
sin sentido, no lo sienten.

(Seguramente, aún estando protegido en casa
y cerca de una calefacción gris,
sienta más frío yo, que estoy solo,
abandonado y perdido).

Disfrutadlo mientras podáis,
¡y feliz Día de los Desenamorados!

La Inocencia

Lucas nunca olvidaría el día en que comprendió que perdería la Inocencia que tienen todos los niños antes de hacerse grandes (también podría considerarse aquél el día en que la empezó a perder). Como bien es normal a su edad, nunca se había planteado que en algún momento las cosas dejarían de ser como eran, que él dejaría de ser niño, así como el resto de niños que conocía. Toda su vida (bien es cierto, hasta entonces bastante corta) había creído que ese sería su destino, pero en ese preciso instante se dio cuenta de que había estado equivocado.

Acababa de volver de la escuela, otra tarde más, y se puso a jugar con sus muñequitos de Playmobil de indios y vaqueros. Hoy tenía preparada una buena historia. Empezó desplegando todo el arsenal de “soldados azules” en un fuerte cuya empalizada de madera pretendía protegerlos de los astutos indios. Sin embargo, estos habían preparado una emboscada perfecta: obligarían a los soldados azules a salir del fuerte para atacarlos, vencerlos y apoderarse del fuerte. Los preparativos y el combate duraron una hora, durante la cual Lucas estuvo más presente en aquel mundo de vaqueros e indios que en la propia realidad. Al final, como estaba escrito (o, más bien, pensado por Lucas), ganaron los indios gracias a su astuta estrategia. Una vez más, pues siempre ganaban, para algo eran los preferidos del Gran Niño que los dirigía.

Finalizó el juego, pues, con una amplia sonrisa en el rostro. Una sonrisa que dejaba vislumbrar la tierna alegría de la inocencia y los sueños propios de la edad. Se dio la vuelta, por fin consciente del mundo que lo rodeaba. Su padre lo observaba con un brillo de nostalgia en los ojos que amenazaba con convertirse en alguna que otra lágrima.

-Yo también jugaba de pequeño a indios y vaqueros –dijo con voz teñida de añoranza, mientras se acercaba a sentarse junto a su hijo.

Lucas abrió mucho los ojos, con la cabeza alzada para poder vislumbrar el conmovido rostro de su padre. “¿Papá pequeño?”, pensó. No dudó en preguntarlo.

-Papá… ¿tú eras niño?

Este lo miró, enternecido, con una amable sonrisa en los labios.

-Por supuesto, todos lo hemos sido alguna vez.

Lucas se quedó asombrado y confuso. ¿Cómo podía ser eso? Bajó la mirada para dirigirla a sus indios, vencedores triunfales de la escaramuza y, posteriormente, a los soldados azules, derrotados y desperdigados sin orden.

-En… Entonces… ¿Mamá también? ¿Y la abuelita? ¿Y el abuelito? –su voz dejaba traslucir perfectamente su estupefacción.

-Claro, Lucas –contestó su padre con voz dulce.

Este volvió a alzar la mirada para observar a su padre. Tenía una cuestión importante en la mente.

-¿Y por qué ahora sois papás y abuelitos? –preguntó, cada vez más desconcertado.

-Hemos crecido. Todos crecemos, día tras día, y dejamos de ser niños para convertirnos en papás y, después, en abuelitos –contestó su padre, cuya voz se había adquirido de nuevo un tono que delataba la nostalgia de su niñez.

Lucas bajó la mirada de nuevo. Sintió cómo le clavaban una puñal por la espalda. Pero no uno normal. Uno de esos hechos solo de palabras, de los que más duelen, de los que no hacen sangre roja y banal, visible, sino que hieren adentro, muy adentro, donde muchas veces ya no hay posibilidad de cura. ¿Crecer? ¿Dejar de ser niño? Eso sonaba muy mal. Los papás siempre andan trabajando de aquí para allá y nunca tienen tiempo casi siquiera para descansar. Los abuelitos son más mayores aún y no juegan con los niños o, si lo hacen, es poco. Pero, desde luego, nunca ninguno solo, como acababa de hacer Lucas esa tarde.

Las lágrimas empezaron a caer a raudales por su mejilla. Su padre, al verlo así, exhaló un suspiro y lo abrazó contra su pecho. Mientras, las lágrimas también se escapaban de sus ojos, a un tiempo conmovidas por su nostalgia y por la visión de su pequeño niño llorando por haberle sido revelada una de las verdades más duras de esta vida: todos dejamos un día de ser niños.

Sin embargo, a Lucas aún le quedaban fuerzas para alzar la mirada una vez más, ahora nublada y llorosa, hacia el rostro de su padre y hacerle otra pregunta que este no habría de saber responder.

-Papá… cuando sea mayor, cuando sea papá y, después, abuelito, ¿quién jugará con los soldados azules y mis indios?

Después de esta última pregunta sin respuesta, se quedaron en silencio. Abrazados, padre e hijo derramaban lágrimas juntos, sentados en el salón, ante el desolado campo de soldados azules vencidos, junto al fuerte cuya conquista aún celebraban los indios. Pero una cosa estaba clara: Lucas ya nunca volvería a ser el mismo.